La maternidad es tan antigua en la naturaleza como la reproducción de las especies, pero cada nacimiento es un hecho único, sobre todo para nosotros, homo sapiens, seres conscientes y sensibles por excelencia para quienes la llegada de un hijo es un suceso trascendente que conlleva numerosas consecuencias.
Y aunque las madres podrán compartir experiencias entre sí, con cada hijo nace una historia íntima, individualizada, compuesta de altos y bajos, y un devenir en el tiempo que se parecerá un poco al compromiso adquirido en el matrimonio, “unidos con amor en la salud y en la enfermedad, en los momentos felices y en los de dificultad”.
La madre es el miembro esencial en este vínculo vitalicio, quien primero responde a los avatares inevitables en la vida de sus críos. En las noches afiebradas, en los cuartos de urgencia, enseñando el aseo, la educación, las buenas costumbres; sembrando en su hijo la confianza en sí mismo. Si son afortunados, el hijo y la madre contarán con el apoyo y el amor del padre. Pero no son pocas las mujeres a quienes la vida encarga la dura faena de ser madre y padre.
Por todas esas cosas, en el mundo entero, se ensalza a la madre dedicándole un día; para que, dejando en suspenso otras obligaciones, pensemos en ella, para recordar cuando íbamos agarrados de su mano, cuando nos llenaba de dicha su sonrisa, y hasta cuando la acusábamos de ser el motivo de una rabieta o un injusto castigo.
Y para las madres, nuestro día festivo también es motivo para hacer una pausa: ¿cumplimos?, ¿hicimos un buen trabajo?
Los años, la propia experiencia, la reflexión, me llevan a afirmar que sin importar cuando el apoyo materno fuera imperfecto, o si nunca alcanzamos el ideal, todas y cada una dirán sin titubeos: “Siempre hice, por mis hijos, lo mejor que pude”.
Entonces, quizás podré decir que en el Día de la Madre a cada hijo corresponde llevarle a ella cariño, sonrisas, agradecimiento. A las que ya están en el cielo, una oración y un mensaje: “Gracias, mamá”.
La autora es escritora