Guillermo Trujillo era un hombre de talante libre y bondadoso, aunque sublimadas ambas actitudes por una inteligencia vivaz e inquisitiva, que tan fielmente se traslucía en su mirada siempre atenta y escrudiñadora, tan elocuente, con la que filtraba, con su peculiar tamiz, tanto su libertad como su bondad, que se mostraban absolutamente ajenas a las imposturas. Porque la una y la otra eran el resultado exigente de un arraigado compromiso ético, de una firme comprensión de que el artista debe de estar comprometido con la realidad en la que vive, y no ser la consecuencia de una comodidad complaciente ante la cotidianidad de la existencia. Agregar a todo ello que fue un magnífico, un esclarecido pintor sería, en su caso, una innecesaria obviedad.
Porque Trujillo quedará para siempre como el pintor que plasmó, no solo con su inigualable maestría, sino con toda la intensidad de sus sentimientos, el espíritu más profundo de Panamá. De su Panamá: un Panamá donde la lujuriosa vegetación surge en sus lienzos impetuosa y feraz y donde hombres y mujeres adánicos llenan espacios que se resisten –sobre todo en la intención del pintor— a ser invadidos por la destructora codicia humana y a mantenerse, contra viento y marea, con el solo grito de socorro de su color y sus formas, tan “trujillescas”. Trujillo, a lo largo de su vasta obra pictórica, fue un explorador incansable de esa misteriosa relación, casi arcana, del hombre con la naturaleza: de un hombre que deviene en un ser destructivo y una naturaleza que se resiste a ser aniquilada. Una crónica reeditada, en definitiva, del “¿ubi sunt?” de los clásicos, una novísima lectura de la nostalgia edénica.
Y será en ese rebuscar entre la ilusión del pasado y la realidad del presente, donde Guillermo Trujillo va a encontrar uno de los motivos más icónicos de su pintura: un cuadro suyo, “Visión profética”, de 1972, abriría el cambio más radical que se iba a operar en su universo pictórico, según advertiría la reputada critica de arte argentina radicada en México Raquel Tibol. Porque a partir de entonces, Trujillo empezará a poblar sus lienzos con los paisajes selváticos y los nuchos y los chamanes. En cierta ocasión el pintor dijo que “la vieja mitología estaba muerta”, pero lo que en realidad quería decir es que no eran los panteones teológicos indígenas lo que llamaba y centraba su interés, sino los seres y los objetos –los chamanes, casi en vías de extinción, por lo que él se veía en la obligación de resucitarlos, los nuchos ceremoniales, la propia selva ideada aún como indómita— a los que había de dotar de nueva vida de un nuevo sentido, de una rescatada realidad que diera veracidad presente a esa aparentemente insondable relación del hombre con la naturaleza. Una relación cuasihipostática, donde no existía el sufrimiento ni el pecado.
Y la búsqueda de esa relación se tornó en incansable para Guillermo Trujillo. En mi último encuentro con él hace dos años, en su casa de Panamá, con su esposa Janine, su indesmayable apoyo, como único testigo, me fue mostrando más de una veintena de cuadros de gran formato que había ido pintando en los últimos meses. Era una colección soberbia, increíblemente hermosa, realizada sobreponiéndose a duras penas a los fuertes dolores por todo su cuerpo que ya le aquejaban y a las visitas casi diarias al hospital. Pero allí estaba el Trujillo más lucido, más intenso, más libre: era una pintura sin complejos, desinhibida, radiante, con un dominio del color insólito, con trazos que llenaban los lienzos celebrando la plenitud de la vida, puesta al descubierto de manera tan magistral con una sinfonía de blancos y verdes en todos sus matices, a veces salpicados de breves manchas rojas o amarillas. Era todo ello un auténtico magníficat de la pintura, de la alegría de pintar.
Porque de ello se trataba en aquellos momentos, de una celebración del optimismo. Miraba la sucesión de cuadros que me iba mostrando y no podía resistir, tampoco, la tentación de observar a Guillermo Trujillo, con aquellos ojos suyos, tan expresivos y escrutadores, con los que miraba los lienzos en un profundo silencio. Y pensaba que era un silencio que encerraba un secreto, porque las palabras no le podían salir de la boca para contar el inaudito dolor físico con que había alumbrado aquella pintura tan luminosa y exultante. Era casi milagroso: cuando cabría esperar que los dolores que ya le atenazaban le arrastrarían a realizar una obra sombría, rezumando oscuras tristezas, plagada por el desaliento, allí se encontraba, por el contrario, una explosión de vida y color: algunos de los motivos que le habían acompañado a lo largo de su peripecia pictórica –los nuchos y los chamanes—habían casi desaparecido en ese último tramo de su obra, pero allí estaban, renacidos, en toda su maravillosa representación, sus viejos compañeros: el hombre y la selva y los pájaros. Allí estaba, radiante, por encima del dolor, la crónica de los sueños y las ilusiones de un artista singular, con el que la ciudad de Panamá tiene contraída una deuda que, esperemos, pronto debería de pagar: la creación del museo Guillermo Trujillo, porque se lo debe a quien fue un magnífico pintor y un gran hombre panameño.
El autor es periodista y escritor