La honestidad intelectual es un autoimpuesto código de principios que rige la coherencia entre la reflexión pensada y la conducta visible. Es una especie de culto a la integridad y a la sostenibilidad de convicciones, aun en situaciones de inconveniencia personal. Su práctica denota despreciar la hipocresía y el autoengaño, tanto en la palabra como en la acción. El individuo intelectualmente honesto posee independencia de criterio y valentía para defender su juicio o cuestionar lo que considere falso, sin importar que se antagonicen nociones populares. Ser sincero no consigue muchos amigos, pero sí consigue los correctos. Aunque los atributos que definen esta ética mental fueron desarrollados por Karl Popper para la comunidad científica, los mismos aplican a múltiples oficios. Su ejecución implica autocrítica para reconocer errores propios y humildad para admitir aciertos ajenos, evitando el uso de tentaciones demagógicas, omisiones provechosas, manipulaciones emocionales o argumentaciones ad hominem que induzcan incredulidad.
La mentira ha sido habitual en el quehacer público de la clase política panameña. Son muy escasos los funcionarios que exhiben franqueza, probidad y revelación de conflictos de interés en sus procederes. Ante cualquier indicio de corrupción que pueda salpicar una gestión, la transparencia se convierte automáticamente en neblina. La falta de honradez ideológica es más notoria en democracias inmaduras carentes de contrapeso institucional, rendición de cuentas y certeza de castigo. Otra deplorable cualidad es la opinión dicotómica, cinismo que consiste en emitir declaraciones disímiles según si, en ese momento, se pertenece al bando oficialista o al sector opositor. Las falacias más ruines ocurren en época preelectoral, donde se subasta hasta la misma progenitora con tal de alcanzar el poder. De ganar, las promesas raramente se cumplen.
Un ejemplo emblemático de ausencia de honestidad intelectual fue la prédica de Juan Carlos Navarro, que aprovechaba un temor religioso para beneficio particular. Su estrategia no cuajó porque en un país tan pequeño, donde todos nos conocemos, la gente supo escudriñar su paradójica homofobia y resaltar su habitual oportunismo. Muchos panameños estamos hastiados de la podredumbre de los partidos tradicionales y ansiamos que entren al ruedo personajes frescos, sin trayectoria tortuosa, con claridad deontológica y decencia inquebrantable. Días atrás, la audaz periodista Flor Mizrachi entrevistó a dos jóvenes prometedores que intentan incursionar en política. Con gran elocuencia afrontaron algunas problemáticas nacionales. Confieso, empero, que me decepcionaron en el aspecto ético. Richard Morales, de corriente izquierdista, no cuestionó las tácticas corruptas de sindicatos ni las aberraciones de los regímenes comunistas de la región. Juan Diego Vásquez, de talante derechista, evadió la educación sexual y los derechos humanos de las minorías. Como tienen toda una vida por delante, los conmino a ser diferentes a los bribones que nos han gobernado hasta ahora.
La sociedad está harta de demagogos que se valen de prejuicios, sentimientos y miedos colectivos para captar apoyo ciudadano, mediante retórica falaz, desinformación utilitaria y recursos de agnotología. Panamá necesita urgentemente verdaderos estadistas, comprometidos con la vocación de servicio y revestidos de honestidad intelectual. Pese al crecimiento económico y el cemento vertical, el barranco está cada día más cerca…
El autor es médico