En 2008, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó un informe sobre Panamá, en el que analizaba los graves problemas institucionales del país y la consecuencia que ello tenía en la pobreza, la desigualdad y la exclusión social.
Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo el puente, incluyendo gobernantes avestruces, mafiosos y decepcionantes. Y lo hemos pagado muy caro: hoy somos el sexto país más desigual del mundo.
El inicio de un nuevo gobierno ha coincidido con la publicación de otro informe del PNUD, también sobre el tema institucional, que concluye lo lógico: Panamá requiere con urgencia modernizar sus instituciones para avanzar en el combate a la desigualdad y la exclusión. Y esta modernización pasa por un servicio civil profesional y despolitizado, así como por una administración de justicia independiente, accesible y eficaz.
Lo cierto es que la institucionalidad panameña, salvo honrosas y destacadas excepciones, se ha convertido en un obstáculo para el desarrollo humano sostenible que tanto requerimos. Se trata de una institucionalidad que propicia la corrupción y la impunidad, la falta de transparencia y el rendimiento de cuentas.
El tema es tan evidente que ya no engañamos a nadie, aunque lo sigamos intentando. Las malas calificaciones de Panamá en todos los índices internacionales habidos y por haber, dan fe de lo que hablo. Veamos.
Sacamos mala nota en los indicadores de gobernanza del Banco Mundial (control de corrupción, efectividad del gobierno, calidad de la regulación, Estado de derecho y rendición de cuentas). Sacamos una nota mediocre en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional. Obtenemos un vergonzoso puesto 64 de 126 países en el Índice de Estado de Derecho 2019 del World Justice Project. Y son solo unos pocos ejemplos.
En educación, una herramienta fundamental para enfrentar la desigualdad, la situación es dramática. Las pruebas internacionales que miden la situación de los países en materia educativa, como el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA), en la que Panamá participó por última vez en 2009, dejó en evidencia la gravedad de la situación, ya que Panamá obtuvo una puntuación inferior a los países de América Latina en tres categorías: lectura, matemáticas y ciencias. Este resultado se confirmó en el Tercer Estudio Regional Comparativo y Explicativo (Terce 2014), en el que Panamá obtuvo resultados por debajo del promedio.
Sobre la crítica situación en que nos encontramos, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) sacó recientemente la bandera que alerta del peligro, al señalar que Panamá requiere hacer cambios profundos, entre ellos en la calidad institucional, para poder consolidar el crecimiento económico y convertirlo en verdadero desarrollo para todos. De no hacerlo, la ruta será inevitablemente en reversa.
Pero no solo se trata de reformar y modernizar la administración pública o institucionalidad formal. La tarea es mucho más compleja porque también y tal vez principalmente, requerimos cambiar la institucionalidad informal. Esa que alude a los acuerdos sociales, las prácticas comúnmente aceptadas y convertidas en hábitos que forman parte del contrato social.
Se trata, por ejemplo, de los conflictos de intereses que aceptamos como normales y usamos para lucro personal; del desprecio al espacio público en beneficio privado, el famoso “juega vivo” visto como cualidad, o el clientelismo a ultranza que ha convertido a los diputados en proveedores de servicios, incluyendo la exigencia de puestos de trabajos para su base política, mediante oscuras negociaciones con el Ejecutivo.
Cambiar la institucionalidad formal y cultural es el gran reto que tenemos todos, pero especialmente quienes inician su singladura como gobierno el próximo 1 de julio. No hay tiempo que perder.
La autora es periodista, abogada y directiva de la Fundación Libertad Ciudadana.