El sistema comenzó a temblar cuando Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles. A partir de ahí, cambio todo: se aceleró la publicación de textos y hubo que empezar a enseñar a leer, claro, los libros están para eso. Ya nada fue igual: se puso la razón al alcance de todos.
Pero los entusiastas de la ignorancia, los de ayer y hoy, utilizan una herramienta que neutraliza la razón y el libre intercambio de ideas: el prejuicio, esa “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”, según el DRAE, donde “tenaz” me suena a “necedad”.
El necio no se atreve a leer, no le gusta que el otro opine diferente, pero lo critica en función de lo que cree que piensa el otro. No se expone a la luz de otro argumento, para qué, ya tiene el suyo que obviamente es el correcto. El prejuicio intelectual incita al odio, pervierte el debate.
No me fío de los que solo leen y escuchan a aquellos que les dicen lo que quieren oír. Suelen ser personas cerriles y poco respetuosas, que eligen el insulto contra las ideas, la burla contra el debate, que hacen gala de una ignorancia tenaz que no es otra cosa que un signo de inseguridad intelectual.
Los que no leen a unos u otros columnistas o escritores por publicar en este o aquel periódico están en su derecho, pero faltan a un deber que es mayor: el de saber qué dice cada uno de los protagonistas de la actualidad. No estamos para escrúpulos ideológicos, hay que estar bien informado para no terminar hablando paja.
“En pocas palabras”, como titulaba su columna Guillermo Sánchez Borbón, el prejuicio mata la búsqueda de la verdad, compromete la convivencia y empobrece el propio discurso. El sistema se refuerza cuando abdicamos de nuestra responsabilidad intelectual en nuestra pereza para que reinen los tuertos en este país de ciegos.
El autor es escritor