Panamá vive actualmente un período protagónico en lo referente a investigaciones científicas en el campo de la salud. Después de Chile, somos la nación con más ensayos clínicos per cápita de la región latinoamericana. Antes, Costa Rica nos llevaba la delantera, pero desperdició su ventajoso lugar debido a la paralización transitoria de estas actividades por consideraciones predominantemente políticas y, pese a su reciente solución parlamentaria, aún no se ha podido recuperar porque toma tiempo volver a ganar la confianza internacional sobre la estabilidad de sus trámites reguladores. Entidades privadas, públicas y filantrópicas de prestigio están patrocinando numerosos proyectos, atraídos por nuestra calidad en ejecución de protocolos, reputación de los investigadores, rigurosidad en aspectos éticos, tiempos ágiles de aprobación y publicaciones en revistas de gran impacto. Ninguna de estas organizaciones acudiría al país de no estar segura de que garantizamos el bienestar de los seres humanos que participan, de forma libre y autónoma, en los estudios, porque se corre el riesgo de que las agencias reguladoras (FDA, EMA, OMS) reprueben los fármacos o vacunas que se evalúan y se pierda la millonaria inversión.
En estos momentos, el Minsa se encuentra elaborando un anteproyecto de ley para regular las investigaciones en salud. Aunque se han realizado algunas modificaciones con base en los aportes ofrecidos por varias entidades técnicas, durante poco más de un año de consultas, la esencia del documento sigue siendo negativa para el desarrollo exitoso de la ciencia en general. La razón principal radica en que el enfoque inicial fue vertical, inquisitivo y endogámico, obedeciendo más a envidias, mezquindades y caprichos de poder, que a consideraciones facilitadoras auténticas. Pese a que los proponentes mencionan que su objetivo es incentivar y promover los ensayos en seres vivos (animales y humanos), todo el contenido apunta a la politización, burocratización, duplicación, ralentización, penalización, violación del secreto industrial y afectación de los derechos de autor de las investigaciones científicas. Se ha confundido el necesario interés por estudiar las prioridades específicas nacionales de investigación en salud, las que deberían ser financiadas por el Estado y conducidas preferiblemente por investigadores en el campo de la epidemiología o salud pública, con el libre derecho que le asiste a cualquier hombre de ciencia para emprender indagaciones propias o colaborar con las que emanan de múltiples organizaciones científicas, públicas o privadas, y que intentan contribuir al avance de la ciencia biomédica mundial.
Aparte de interferir con las facultades constitucionales asignadas al Instituto Conmemorativo Gorgas y a la Secretaría Nacional de Ciencia y Tecnología, este anteproyecto resta competencia profesional a los Comités de Bioética, instancias encargadas a nivel global de velar por la seguridad de los sujetos que participan en las investigaciones y conceder la aprobación de los protocolos, cuando los beneficios esperados superan a los riesgos potenciales. Son ellos, precisamente, los más calificados para otorgar la autorización correspondiente. Hace mucho tiempo que superamos la terrible época en que la ciencia utilizaba seres humanos como cobayos de laboratorio. Ahora, la investigación científica es una actividad ampliamente monitoreada por instancias independientes y rigurosamente apegadas a las buenas prácticas clínicas, consensuadas internacionalmente. Poder participar en un ensayo es un derecho humano elemental que nadie debe coartar. Cualquiera de nosotros haría hasta lo imposible por entrar en un estudio que ofrezca esperanza de mejor pronóstico para una determinada enfermedad. Si estas investigaciones se hacen localmente, todos los ciudadanos, independientemente de su estrato socioeconómico, podrían aspirar al mismo derecho. Equidad y justicia son parte de los principios bioéticos que debemos honrar.
La medicina es una ciencia dinámica que requiere de investigación para romper paradigmas y actualizar normativas de actuación, con base en las evidencias que se generen en el tiempo. Las normas sanitarias no son hormas, deben renovarse a la luz de nuevos descubrimientos sobre la eficacia y seguridad de fármacos y vacunas. Panamá tiene, por ejemplo, uno de los mejores programas de inmunización en el mundo, y eso se debe en gran parte a la innumerable cantidad de estudios pioneros, epidemiológicos e intervencionistas, que se han realizado desde hace más de una década. Si todo ha ido tan bien hasta la fecha, no comprendo la necesidad de aplicar trabas absurdas. No quisiera pensar que existe gente en el ministerio que le molesta el éxito de los que producen conocimiento, preocupándose más de lo que hace el otro que de su propia productividad. Como dice Ricardo Arjona en su canción El Noticiero: “aquí no es bueno el que ayuda sino el que no jo...”.
Hago, por tanto, un enérgico llamado a las autoridades de Salud para reestructurar el anteproyecto y solicitar que sea elaborado por las mejores mentes procedentes de los sectores que hacen ciencia, con asesoría de expertos en materia legal y en derechos humanos. El ministro Miguel Mayo es una persona inteligente, sensata, receptiva y afín a la investigación como herramienta de progreso y bienestar humano. Estoy seguro de que no querrá que de su administración emane una ley antiinvestigación. La Ciudad del Saber fue creada para que Panamá se convirtiera en un hub de ciencia y tecnología para la región, pero si el componente de innovación anda desfasado, el anhelo será eternamente inalcanzable.
Parafraseando al genial Isaac Asimov, “El aspecto más triste de la vida actual es que la ciencia gana en conocimiento más rápidamente que la sociedad en sabiduría”.