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Ley de mala praxis en salud

Todo lo que emana de la Asamblea Nacional huele a podrido. El diputado panameño, tradicionalmente, solo piensa en sacar provecho de su cargo para forjar clientelismos y fortunas, casi siempre ilegales porque se sabe impune. La otra parte de su tiempo es utilizada en prácticas populistas para convencer a votantes de la bondad de su reelección. Urge transformar nuestro parlamento para designar integrantes nacionales, seleccionados por escrutinios rigurosos de créditos, méritos y trayectorias éticas, dedicados exclusivamente a elaborar legislaciones beneficiosas para el país. Formular leyes implica esfuerzo mental, algo distante del magro coeficiente intelectual que posee la mayoría de parlamentarios actuales. Muchos no saben ni siquiera escribir, hablan de forma incoherente, exhiben comportamientos chabacanos, carecen de sabidurías básicas y demuestran una lectura comprensiva con apenas nivel de parvulario. Los anteproyectos, por tanto, son habitualmente confeccionados por personas externas, supuestamente preocupadas por el bien común, pero comúnmente portadoras de sendos conflictos de interés. Cuando se discute una posible ley, por ende, es imprescindible indagar sobre: ¿quiénes están detrás, cuáles son los motivos de fondo y qué problemas podrían aparecer en el futuro?

La ley de mala praxis en salud surgió o ganó fuerza por el triste caso del sociólogo Raúl Leis (q.e.p.d.), un individuo de mucha valía para la sociedad. He sido siempre muy enérgico con las posibles actuaciones negligentes de mis colegas, tanto en el Hospital del Niño como en cualquier otra instancia nacional. He cuestionado la inacción del Colegio Médico y del Consejo Técnico de Salud en dirimir situaciones anómalas puntuales en el pasado. He denunciado a Comenenal, tristemente secuestrada por parásitos gremialistas, por fomentar huelgas para mantener el  statu quo  de improductividad laboral e interferir con la unificación del modelo de atención sanitaria pública. Me solidarizo, por ende, con el dolor de las familias que han perdido seres queridos durante la actuación médica. Debo advertir, sin embargo, que la aprobación de acciones punitivas en el contexto de argumentaciones emocionales puede derivar en consecuencias más perjudiciales que bondadosas. No descarto, además, que otros actores estén solapadamente involucrados en el empuje del anteproyecto. Compañías aseguradoras y abogados oportunistas, por ejemplo, saborean la posibilidad de un escenario legal para demandas.

La exposición de motivos enfatiza que el principal objetivo es humanizar la atención médica, pese a que el texto está meramente orientado a la penalización. La humanización del médico es un asunto de actitud personal que ninguna ley puede estimular. Nuestra profesión se basa en la vocación de ayudar al prójimo, en el respeto al principio de otredad y en el juramento deontológico plasmado durante la formación universitaria. A pesar de la gran cantidad de conocimientos técnicos y adiestramientos en herramientas para prevenir desenlaces fatales, el error médico es relativamente frecuente en el ejercicio de la especialidad. Los yerros, impredecibles e involuntarios, no deben confundirse con negligencia, impericia o imprudencia, ni tampoco con la iatrogenia como riesgo inherente de intervenciones médicas necesarias. En ocasiones, también, las adversidades se deben a la desidia de pacientes en no cumplir con las recomendaciones del facultativo. Por último, el adagio “no existen enfermedades sino enfermos”, denota que un tratamiento específico puede inesperadamente funcionar de manera diferente según el paciente receptor. Sin el peritaje de verdaderos expertos, por tanto, la ley puede derivar en profundas injusticias.

Las consecuencias de la ley podrían ser devastadoras para el ejercicio de la medicina en Panamá. Se promoverá la práctica de una medicina defensiva que elevará sustancialmente los costos médicos. La medicina es más arte que ciencia, no siempre respaldada por evidencias contundentes o permanentes. Los médicos, ahora temerosos por enfrentar juicios debido a errores diagnósticos, de por sí frecuentes en disciplinas inexactas, podrían ordenar toda una gama de laboratorios innecesarios, desde una tomografía para un dolor de muela hasta una resonancia magnética para una uña encarnada. Un juez podría condenar a galenos por algún brote de infección nosocomial, suceso cotidiano en el cuidado de la salud que ocurre en cualquier hospital del mundo. Los médicos podrían decidir no atender a determinados pacientes si los consideran una amenaza para su práctica, evitar la aplicación de manejos riesgosos o exigir que todos nuestros hospitales estén acreditados con los más altos estándares internacionales de calidad en equipos, insumos, manuales operativos y protocolos de atención.

Datos estadísticos indican que los estudiantes más inteligentes y altruistas de la escuela optan comúnmente por estudiar medicina. La medicina actual, sin embargo, es considerada la carrera más miserable que existe (www.thedailybeast.com, abril 14, 2014; The Wall Street Journal, agosto 29, 2014), debido a las alarmantes cifras de infelicidad, depresión y suicidio que padecen sus miembros en comparación con la población general. El 90% de los doctores contemporáneos desestimula a familiares para estudiar medicina, tanto por los numerosos sacrificios a enfrentar como por ser la profesión con menor tasa de ingresos económicos en relación a años de esfuerzo, volumen de conocimientos y responsabilidades adquiridas. Si ahora agregamos que se pueda ir a prisión por cometer un error, intuyo difícil que los jóvenes modernos deseen aplicar para esta noble carrera. Ningún hijo mío quiso emular mis pasos, por suerte…

El autor es médico



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