La legislación fiscal panameña es, sin paliativos, obsoleta. El Código Fiscal, promulgado en 1956, ha sido objeto de innumerables pero no muy ordenadas modificaciones, durante los 61 años de su vigencia. La última (muy pronto será la penúltima), que reformó el impuesto que grava a los bienes inmuebles, culminó un accidentado y prolongado debate en el que los responsables de la cartera de Economía y Finanzas no descollaron por un buen manejo del tema.
La República de Panamá, al igual que todos los Estados independientes y en ejercicio de su soberanía tributaria, puede imponer tributos tanto a las personas físicas como a las jurídicas, para, por ejemplo, gravar sus ganancias netas con el impuesto sobre la renta, la transferencia de bienes muebles con el denominado ITBM o la tenencia y propiedad de bienes raíces con el impuesto sobre los inmuebles; y cobrarlos coactivamente o sancionar a quienes los evaden.
Pero la facultad para imponer tributos, desde luego, no es absoluta. La política fiscal, tanto general como en su expresión tributaria es un instrumento de la política económica y, por consiguiente, tiene los límites que imponen a los gobernantes la sensatez política. Si estos abusan al imponer tributos, se exponen al rechazo de la sociedad gobernada, que puede llegar hasta a amenazar su permanencia en los cargos. La historia, desde antiguo, acredita ejemplos de esas reacciones: la Carta Magna que los nobles obligaron a firmar al rey Juan sin Tierra o la echazón (acción y efecto de echar al mar la carga) de los cargamentos de té en la bahía de Boston.
En los tiempos que vivimos, aparte de los factores internos que inciden sobre la política fiscal, en las relaciones económicas propias de un mundo globalizado existen otros, como los convenios internacionales y las presiones que por razones políticas o comerciales ejercen los poderes económicos predominantes. Un ejemplo específico es la que, por varias décadas, ha mantenido Estados Unidos sobre nuestro país en el tema del denominado “secreto bancario”.
Panamá es signataria de convenios internacionales que nos comprometen a realizar cambios en nuestras leyes para uniformar prácticas contables o modernizar la legislación tributaria; pero, además, y paralelamente viene siendo objeto de las presiones que ejercen organizaciones como la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o el GAFI, el Grupo de Acción Financiera Internacional, organismo nacido de la primera, en el que tenemos estatus de observadores, o de decisiones como la que ha adoptado muy recientemente la Unión Europea.
A organizaciones como las citadas debemos las famosas listas negras y grises, capaces de sacudir y hasta de llevar a la postración a cualquiera de las economías blanco de sus presiones.
El sistema económico nacional, caracterizado por la flexibilidad de sus reglas comerciales y bancarias, sistemáticamente viene siendo objeto de una constante embestida de esas organizaciones, que han obligado a dictar leyes para, por ejemplo, reglamentar las acciones al portador. Y más recientemente, bajo la amenaza de volvernos a incluir en las denominadas “listas grises o negras”, se ha incrementado la presión para que, copiando fórmulas adoptadas por otras legislaciones, reformemos la legislación vigente, específicamente en la tipificación y sanción del “delito fiscal”, por considerársele como un precedente, cuasiautomático, de los delitos de blanqueo de capitales, la financiación del terrorismo o la proliferación de armas de destrucción masiva.
El autor es abogado y exembajador de la República.