La mañana del 19 de julio de 1994 afloró con un alba esplendorosa que vaticinaba un hermoso día, en lo que debía ser una jornada típica y rutinaria de nuestras vidas. Temprano, al amanecer, el sol iluminó nuestros rostros al salir del hogar al momento en que millones de panameños nos dirigimos a nuestros lugares de trabajo, algunos de ellos ubicados en la ciudad de Panamá, otros, en las zonas aledañas a la capital de la República que por aquellos días se expandía tímidamente hacia los cuatro puntos cardinales en señal del crecimiento que los nuevos tiempos representaban para nuestra patria. Al norte, sur, este y oeste nuevas urbanizaciones iban surgiendo, reflejo del optimismo que bañaba nuestras costas después de los años de turbulencia vividos hacía tan solo un lustro.
Y también, en aquel entonces, tal y como sigue la costumbre hasta el día de hoy, un grupo de panameños hizo su viaje diario para trabajar en la Zona Libre en la ciudad de Colón, ubicada en nuestro litoral caribeño. Algunos iban por la antigua carretera, otros, en tren o en avión, llegaban a sus lugares de trabajo a la espera de los compradores provenientes de todo el continente que llegaban a nuestra Panamá, puerto de entrada para mercancías provenientes de diversos confines del mundo.
Aquel martes todo indicaba que iba a transcurrir de manera normal. Al finalizar la jornada nos dirigimos a nuestros hogares, presurosos, a descansar tras un día cargado de trabajo. Y tal como había sido la ida, fue la vuelta. Algunos por la antigua carretera, otros en tren y los pocos, en avión. Sin embargo, el que empezó como un día normal y debió terminar como tal, en verdad se transformó en una amarga pesadilla de la cual no despertamos hasta la fecha.
Sucedió lo increíble. Lo que nunca antes había pasado y jamás pensamos iba a poder pasar en Panamá. El vuelo 00901 de Alas Chiricanas, que había despegado a las 5:10 p.m. del aeropuerto Enrique A. Jiménez de Colón con destino a ciudad de Panamá, desapareció de los radares tan solo 10 minutos después del despegue, estrellándose en las montañas de Santa Isabel. Los 18 pasajeros y 3 tripulantes de la aeronave murieron de inmediato. Un país fue testigo horrorizado de la tragedia que acabó con la vida de maravillosos e irreemplazables seres humanos. Padres, hijos, sobrinos, abuelos, hermanos, tíos, primos, vecinos, amigos. El avión transportaba personas a quienes conocimos y amamos. Personas que para nosotros eran más que un anónimo. Eran cercanas, con nombre y apellido, con quienes crecimos y juntos planificamos pasar nuestra vejez en compañía de nuestras esposas, hijos y nietos. Personas a quienes veríamos esa noche, quién sabe, solo para abrazarnos o bien desearnos vía telefónica las buenas noches que desde pequeños nos deseábamos.
La tragedia quedó marcada en nuestra memoria nacional y aún no hemos despertado. Tras pocos días de la caída del avión los peritos determinaron la existencia de un artefacto explosivo escondido en un radio de comunicación que, una vez detonado, propició la caída de la nave. La hipótesis del atentado cobró aún mayor fuerza al no ser reclamado uno de los cuerpos siniestrados, identificado en un principio con el nombre de Jamal Lya. Por lo tanto, ante la evidencia irrefutable de que estábamos ante un acto terrorista y habiendo entre las víctimas ciudadanos de distintas nacionalidades la investigación involucró a agencias de diversos países, entre ellas, al FBI de Estados Unidos, que señaló directamente a Irán y al grupo terrorista islámico Hezbollah entre los autores intelectuales y materiales del atentado.
Los años transcurrieron y no hubo avances en las investigaciones. El expediente del caso no tuvo mayores avances por espacio de casi 24 años. Sin embargo, un nuevo giro tuvo lugar ante nuevas evidencia aportadas por el FBI en noviembre pasado, cuando determinó que el terrorista suicida inicialmente identificado como Jamal Lya en verdad se llamaba Ali Hawa Jamal, y que este terrorista era militante de Hezbollah. Tras esta nueva revelación se nos abrió a los deudos y a la nación entera una nueva luz de esperanza en que, a pesar del tiempo transcurrido, por fin podríamos ver cristalizados nuestros anhelos de justicia.
Este particular indicio cobró un nuevo impulso en mayo pasado, durante la visita del presidente Juan Carlos Varela al Estado de Israel, cuando anunció ante la prensa haber recibido de manos del primer ministro Benjamín Netanyahu nueva información determinante, en que la inteligencia israelí señala inequívocamente a Hezbollah como el responsable del peor atentado terrorista que ha tenido lugar en suelo panameño. Y no tan solo eso, sino que nuestro presidente solicitó de inmediato a las autoridades nacionales competentes reabrir el caso para incluir las nuevas evidencias a fin de llegar, después de tantos años, a un dictamen concluyente en la materia.
Ojalá y así sea. No con ánimo de venganza ni con deseos de reproches, sentimientos que definitivamente no abrigamos los que cargamos con dolor la pérdida de nuestros seres queridos. Así sea que lleguemos a la verdad, aun después de tantos años, para saber cómo y por qué se truncaron las vidas y los sueños no tan solo de las 21 personas asesinadas, sino también las de los familiares que hemos continuado con nuestras vidas sin que se haya hecho justicia para encontrar la verdad de lo sucedido.
Han pasado 24 años y la herida aún no cierra. Mucha agua ha corrido por debajo del puente, pero tanto para mí como para los centenares de deudos aún esto no ha terminado. Nos quedamos congelados. Dolidos. Con el alma quebrada y el pensamiento petrificado. Perdimos a personas que amamos. A seres humanos ejemplares. Únicos. A compañeros de nuestras vidas cuyas vidas se vieron truncadas.
Si bien saber la verdad no nos devolverá a aquellos que se fueron ni la alegría ni la sonrisa en nuestro ser, por otra parte, nos restituirá la fe en que más nadie vaya a sentir cómo una daga le es clavada en el corazón en una agresión de la cual toda la sociedad panameña ha sido víctima. Por ello, repito e insistiré siempre en mi objetivo de no olvidar, el cual deseo ver transformado en legado, uno el cual haga que usted, mi amigo lector, jamás deba transitar por el dolor que nosotros los deudos aún estamos transitando.
El autor es empresario, hermano y tío de Emmanuel Attie Z”L y Alberto Aboud Attie, Z”L