La muerte de los maestros Tomás Camargo y Marta Sanjur, en un accidente ocurrido la semana pasada, pone de relieve la necesidad de educar a nuestra población en los valores que contribuyan a la construcción de una mejor sociedad y de un mejor país.
No es la primera vez que fallecen educadores en el cumplimiento de su deber, pero, hasta el momento, situaciones como estas no pasan de la consideración circunstancial del “lamento”, y salen a relucir expresiones como: “Pobrecitos”, “qué pena” o “qué tragedia”, entre otras.
La sociedad debe educarse y aprender que un país que no reconoce a sus héroes termina imitando a los villanos.
Nuestros niños y jóvenes están faltos de modelos a imitar, carecen de prototipos dignos y de paradigmas que les motiven a superarse. Por eso hay tanto espacio para los bandidos, con y sin corbata; para los pillos, con y sin autoridad; y para los delincuentes, que creen o no creen en un Dios.
Educadores, como Camargo y Sanjur, merecen el mayor reconocimiento de la patria que los vio nacer y que, prematuramente, los ve partir. Sus funerales, al menos, deberían haber alcanzado la dignidad o igualarse a los de miembros de la Fuerza Pública caídos en el cumplimiento del deber. Sus vidas deben ser vaciadas en documentos que alcancen la perpetuidad en nuestra historia.
La muerte de un maestro es la muerte de oportunidades para muchos niños; es la muerte de futuro para muchos jóvenes; es la muerte de la superación para muchas personas. Por eso, en algo, debe ser compensada esta falta, con el honor que el Estado le debe a héroes como los que hoy merecen el máximo homenaje, póstumo y perpetuo.
Este doloroso momento es propicio para que las autoridades se conviertan en los representantes de una sociedad que necesita reconocer y presentar a sus verdaderos héroes.
