La práctica médica ha pasado por diversas facetas a través del tiempo. Antes, cuando la metodología de investigación era rudimentaria, el empirismo del experto guiaba el quehacer de los discípulos. Se atribuye a Galeno la siguiente deducción: “Todos los que beben este remedio se curan en corto plazo, excepto a aquellos que no les ayuda y mueren. Es obvio, por tanto, que esta medicina solo falla en los casos incurables”. Esa lógica primitiva sería hoy interpretada como cantinflesca. El médico actual toma decisiones según los conocimientos adquiridos en la universidad y los procederes clínicos de tutores exitosos. Se ha ido abandonando esa medicina basada en la eminencia. Algunos, ante dilemas puntuales, recurren a una medicina basada en la ocurrencia, producto de su razonar o de la lectura de un artículo reciente, aún no sedimentado en el ámbito científico.
En otras instancias, más a nivel privado que público, acontece la medicina basada en la complacencia, inducida por la presión del entorno. Aunque todas estas modalidades siguen aún vigentes, por fortuna menos que antes, la piedra angular contemporánea exige una medicina basada en la evidencia (MBE).
La MBE emergió para estandarizar las técnicas diagnósticas y terapéuticas que, para un mismo padecimiento, deben recibir los enfermos en cualquier lugar del planeta. Las guías de manejo resultantes fueron bien aceptadas por los estamentos jurídicos, particularmente en países donde abundan los litigios de mala praxis. Esta logística de trabajo nos ayuda a reconocer los límites de nuestra ignorancia. Los conocimientos no solo son relativos, sino perecederos. Lo que es verdad hoy quizás sea falso en pocos años. La investigación clínica, el componente científico de nuestra disciplina, ha recibido un importante impulso con la MBE. Los escépticos que cuestionan y entienden los vericuetos metodológicos que determinan la validez de un estudio, son proclives a ejercer una medicina más robusta. El ensayo aleatorio y controlado, máximo pedestal en la jerarquización de la evidencia, incorpora enmascaramientos para prevenir que las convicciones del paciente o del investigador influencien los genuinos efectos de una intervención. Alrededor de todo estimado hay siempre un margen de variabilidad, reflejado en los intervalos de confianza. Mientras más se parezca un paciente a los sujetos incluidos en la muestra evaluada, más alta la probabilidad de éxito.
Ahora bien, independientemente de la MBE, la medicina tiene también su lado artístico. Osler decía: “Es mucho más importante conocer el tipo de paciente que padece una enfermedad que el tipo de enfermedad que padece un paciente”. Saber escuchar y ser empático es, muchas veces, más eficaz que cualquier terapia. Conocer la historia natural de cualquier afección es vital para evitar incurrir en iatrogenia, ya que la recuperación espontánea ocurre con relativa frecuencia. Como señalaba Voltaire: “El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad”.
La medicina es, sin duda, una mezcla de ciencia y arte, cualidades que se adquieren después de numerosos años de carrera y capacitación en academia, humanismo y ética. Nadie, sin esta formación integral, tiene credenciales para criticar con legitimidad nuestra noble profesión. Toca enfrentar a los intrusos.
El autor es médico