Bizantinas pérdidas de tiempo en cuestiones de procedimiento, unos cuantos pugilatos verbales y cero resultados concretos. Ese ha sido el triste saldo de la cuadragésima séptima Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que estaba decantado con el prólogo de la segunda etapa de la vigésima novena Reunión de Consulta de ministros de Relaciones Exteriores, que estaba suspendida desde el 31 de mayo pasado, y que concluyó con el deprimente acuerdo de “continuar abierta”, sine die, a la espera que de alguna fuente, que no se vislumbra por ninguna parte, se produzca una solución salvadora.
Al prólogo de la Reunión de Consulta le siguió el desencuentro por la elección del presidente de la Comisión General, modalidad menos formal que adopta la asamblea para evacuar la pila de resoluciones que, con una rutina intrascendente, se reiteran en cada período de sesiones. El canciller mexicano propuso al embajador del Perú. Venezuela y Nicaragua lo objetaron e insistieron en que la presidencia debía ejercerla el embajador boliviano, actual presidente del Consejo Permanente. Después de consultas legales y varios ejercicios dialécticos, la instancia se superó cuando el canciller paraguayo propuso al embajador de México en la OEA que, por deferencia al país anfitrión, fue escogido por aclamación.
La controversia, aunque insustancial, sirvió para anticipar las divisiones que aflorarían después en el llamado “diálogo de jefes de delegación”, en el que se escenificaron varios enfrentamientos, con réplicas y contrarréplicas, entre la canciller de Venezuela y los representantes de Honduras, Costa Rica y Estados Unidos. La mesa estaba servida y los resultados ratificaron, una vez más, que la OEA se desliza en una pendiente que parece irreversible hacia la más absoluta de las irrelevancias.
Para guardar las apariencias y tratar de echar un manto que tapara el verdadero sustrato del cónclave, la crisis venezolana, se agendaron dos foros de contenidos generales, sobre la democracia, el estado de derecho y los derechos humanos, que fueron objeto de las conocidas intervenciones saturadas de lirismo, que solo sirven para que sus autores consigan algún titular en las prensas de sus respectivos países.
Desde luego, la OEA fue la gran perdedora, y si hay que señalar algún ganador ese fue Venezuela. Al no haberse ni siquiera logrado que se aprobara la más tenue de las declaraciones propuestas, para supuestamente contribuir a superar el drama venezolano, Maduro se sentirá más alentado a imponer su fórmula de la asamblea constituyente, para crearse un nuevo marco constitucional que lo ratifique como indiscutible factótum.
Después del estruendoso fracaso de Cancún, las consecuencias son de bulto: 1. Maduro seguirá imponiendo a sangre y fuego su proyecto dictatorial; 2. Ante el abandono de la comunidad de las naciones del continente, para el pueblo venezolano está más que claro que él y solo él es el dueño de su propio destino; y 3. Que el cascarón de formalidades y vacuidades en que se ha convertido la OEA es solo un espectador impotente de las violaciones a los principios que supuestamente está obligada de promover y defender.
Después de haber caído el telón que cerró la tragicomedia de Cancún, el siguiente escenario es previsible. Las calles venezolanas seguirán tiñéndose con la sangre por sus hijos que luchan por la libertad y la democracia; la comunidad americana e internacional seguirá acumulando, por complicidad, la culpa que le corresponde por su indolencia; y la OEA, si es que a alguien le interesa, debería intentar superar su vergüenza revisándose hasta sus cimientos o que sus Estados miembros la hagan morir con un mínimo de dignidad.
Lleras Camargo, su primer secretario general lo dijo en 1948: La OEA será lo que sus Estados miembros quieran que sea, ni más ni menos, y la que se acaba de retratar de cuerpo entero en Cancún, no merece subsistir.