Un coctel explosivo de escándalos de corrupción, compra de opositores, choque entre órganos del Estado, oscuros financiamientos electorales e incapacidad del gobierno para armonizar un entendimiento mínimo para superar la crisis institucional pulverizó en Perú la presidencia de Pedro Pablo Kuczynski, conocido con el acrónimo de PPK.
Esos ingredientes son calcados en el laberinto en que ha entrado Panamá.
La derrota de PPK, que solo cumplió un tercio de su mandato, es una expresión del fracaso del sistema político peruano, así como de la urgencia de reformarlo.
Desde que asumió en julio de 2016, la oposición mayoritaria en el Congreso se dedicó a demolerlo. El uso de la mentira para tratar de esconder sus actuaciones corruptas en el caso Odebrecht dieron munición a sus adversarios. En la trama Odebrecht están envueltos los últimos cuatro presidentes peruanos.
La renuncia de PPK y su fracaso en ser una alternativa empresarial conservadora es una historia sin héroes. La sensación que ha quedado entre los peruanos -de los cuales 9 de cada 10 opina que la mayoría de los políticos son corruptos- es que se trata de una guerra por el poder, no contra la corrupción.
La crisis peruana puede enterrar al ahora presidente Martín Vizcarra, símbolo de la continuidad de PPK, porque carece de alianzas políticas en un escenario en el que sus opositores tienen la iniciativa.
La precariedad del débil entramado institucional peruano se asemeja al de Panamá.
Perú y Panamá, según la fundación alemana Bertelsmann Stiftung, están hermanados en el ranking de “democracias imperfectas”. La creciente frustración por la corrupción, la desigualdad social, la inseguridad ciudadana y las maniobras de reelección están generando una crisis de desconfianza que erosiona la legitimidad de sus gobernantes e influye en la salud democrática.
Panamá debe verse en el espejo peruano, donde las acciones de PPK minaron la institucionalidad democrática. La artimaña del presidente Juan Carlos Varela de comprar temporalmente la docilidad de diputados opositores para asegurar una frágil gobernabilidad, no le dio resultado.
La ciudadanía está consciente de que ha manipulado la justicia y al Ministerio Público y, más recientemente, a la Contraloría General de la República y el Tribunal de Cuentas para perseguir e intimidar a sus adversarios políticos.
Al igual que PPK, Varela ha tratado de esconder su relación con Odebrecht, una empresa desprestigiada a la que, contra el rechazo ciudadano, le ha otorgado contratos, junto con la Alcaldía de Panamá, por cerca de $4 mil millones.
Varela no puede amenazar un día a los diputados opositores y al siguiente hablar de diálogo y consenso solo interesado en su supervivencia política. Debe dar señales consistentes para despejar la animosidad en sus relaciones con los demás órganos del Estado. La gobernabilidad del país depende de la capacidad de Varela y la élite política para ponerse de acuerdo en una agenda mínima de trabajo conjunto.
Al igual que en Perú, en Panamá la clase política y los grupos de interés detrás de la denominada sociedad civil son responsables de la crisis institucional en que se encuentra el país. Deberían fijarse como prioridad alcanzar un pacto social para que las próximas elecciones den paso a una nueva etapa política.
Varela debe recuperar la iniciativa política y demostrar un liderazgo honesto y capacidad de convocatoria, y la oposición una actitud democrática y constructiva. La élite política está a tiempo de corregir el rumbo de confrontación y acercar posiciones para encontrar espacios de entendimiento antes de sumirse en la deriva peruana.
En lugar de tirar piedras, hay que recogerlas, en lugar de ampliar las brechas, hay que reducirlas. Es tiempo de edificar, en lugar de destruir. Panamá lo recompensará.
El autor es periodista