Malestar me causó la esperpéntica sentencia condenatoria al exdirector de la CSS René Luciani, quien ni compró la glicerina industrial ni le tocaba ordenar el análisis de esa materia prima adquirida por gestiones anteriores. No se puede jugar tan alegremente con la reputación de gente decente. Con este aberrante tipo de justicia, nadie sensato querrá aceptar un cargo directivo público en el futuro.
Tres otros sucesos, dos juicios y un anteproyecto de ley, preocupan a la comunidad biomédica nacional. A inicios de año, se celebró la audiencia sobre los casos afectados por la bacteria KPC. Como he manifestado reiteradamente, los brotes infecciosos asociados al cuidado de la salud son impredecibles, inevitables y relativamente frecuentes en todos los nosocomios del mundo. La magnitud y gravedad guardan más relación con la virulencia y resistencia del microorganismo causal que con cualquier otro factor médico o administrativo. Pese a que el hacinamiento, escaso personal, laxo cumplimiento higiénico y abuso de tratamiento antibiótico son factores que contribuyen a la génesis o duración del problema, algo que obliga a una constante supervisión por comités de expertos en cada institución, estos episodios, aun en escenarios óptimos, son difíciles de prevenir o minimizar. Condenar, por ende, a los funcionarios implicados constituye no solo un exabrupto jurídico, sino un peligroso precedente. Ningún profesional sanitario, lo suficientemente cuerdo, optará por formar parte del control de infecciones. Ante estas circunstancias, los hospitales podrían constituirse en una trampa de muerte para cualquier paciente en estado crítico.
Recientemente, varios funcionarios fueron llamados a juicio por el tema de los neonatos intoxicados por alcohol bencílico, contenido en viales de heparina. Este compuesto había sido utilizado exitosamente, por muchos años, para preparar las soluciones de alimentación parenteral usadas en unidades de neonatología de centros públicos y privados del país. El hecho de que la racha de infantes afectados se presentó en una sola jornada laboral y de que los síntomas del síndrome de jadeo (gasping) ocurrieron de forma fulminante, refleja claramente que una sobredosis causó la desafortunada reacción adversa. Previo al suceso, no existía ninguna nota de Farmacias y Drogas (FyD), de la Comisión de Medicamentos, ni de las sociedades panameñas de Pediatría o Medicina Perinatal, alertando sobre esta formulación. La única información disponible, difundida posteriormente, era una advertencia (warning) de la FDA (Food and Drug Administration), que aconsejaba cautela en la infusión de productos que contuvieran alcohol bencílico como aditivo de esterilidad.
La frase precautoria de la FDA señala que cantidades superiores a 199 mg/kg/día de alcohol bencílico han sido asociadas a la toxicidad descrita. Todas las formulaciones designadas como supuestamente peligrosas contienen apenas trazas del ingrediente. De hecho, ciertos compuestos comúnmente empleados en neonatos (clindamicina, fenobarbital) continúan prescribiéndose en Estados Unidos y a nivel mundial, aunque posean alcohol bencílico. Resulta evidente, entonces, que una incorrecta preparación de la solución endovenosa detonó la tragedia. Sería otro absurdo jurídico castigar a los médicos y enfermeras imputados. Como daño colateral, FyD acaba de diseminar una lista de fármacos restringidos para infantes menores de tres años. Esta decisión no solo es apresurada y poco técnica, sino muy arriesgada, porque no se ofrecen alternativas razonables para suplirlos en caso necesario. La clindamicina (Dalacin C®), antibiótico eficaz, por ejemplo, posee apenas 9.45 mg/cc de alcohol bencílico, una cifra 100 veces inferior a la potencialmente tóxica, con la dosis máxima recomendada en infantes. Se alega que el inserto del producto describe no utilizarlo en niños de corta edad, pero esta sugerencia de la empresa manufacturera es habitual en más del 75% de fármacos usados rutinariamente en pediatría, debido a la falta de estudios farmacocinéticos en lactantes. Aparece, también, la cita siguiente: “Consulte a su médico antes de usar”. Si nos atenemos al tenor de la prohibición local, los insertos deberían decir: “Consulte a su abogado antes de usar”. Patético.
Finalmente, el Minsa está elaborando un proyecto para regular la investigación científica. En principio, la iniciativa de otorgar un marco legal a esta valiosa labor académica me parece acertada. Al leer los artículos preliminares, sin embargo, surgen enormes preocupaciones. A pesar de las “buenas intenciones” que predican sus proponentes para promover e impulsar la investigación, casi todo el texto está orientado a politizar, fiscalizar, duplicar, burocratizar, ralentizar y penalizar la conducción de ensayos en seres humanos. En pleno siglo XXI, hay gente que todavía piensa que la actividad de investigación trabaja con “conejillos de Indias”, desconociendo que se trata de un derecho básico y autónomo, ejercido por todo ser humano de manera informada y voluntaria, con beneficios muy superiores a los riesgos. Insto, por tanto, a la colectividad científica a conminar a las autoridades de Salud para que, en efecto, salga un documento facilitador y progresista. Panamá ocupa actualmente un lugar preferencial en la región para atraer investigaciones pioneras de primera calidad, tanto por su rigurosidad ética, como por su transparencia de procesos, rapidez de implementación y calidad en ejecución de estudios. Entidades como NIH, Fundación Gates, prestigiosas universidades y empresas farmacéuticas están confiando en nuestros científicos, comités de evaluación y métodos de aprobación, transfiriendo recursos tecnológicos, curriculares y económicos hacia nuestra nación. No dejemos que por simples envidias, mezquindades o magras políticas visionarias vayamos hacia atrás. Un país sin ciencia está condenado a la dependencia y al subdesarrollo. Panamá no merece un retroceso más.