El grito unánime de las enormes y conmovedoras manifestaciones en toda Francia contra la intolerancia y la violencia fanática y en defensa de los valores de cualquier democracia constitucional, debería ser seriamente escuchado en nuestra región. ¿Qué tenemos que aprender de lo sucedido? Varias reflexiones surgen de la devastadora masacre y de las consecuencias que ha tenido o que podría tener.
En primer lugar, ya han comenzado a surgir las voces de quienes quieren aumentar los poderes de vigilancia estatal y restringir sustancialmente las libertades, con el pretexto de evitar este tipo de terrorismo selectivo. Instaurar la pena de muerte, establecer sistemas indiscriminados de espionaje o limitar internet son solo algunas de las propuestas que se han formulado y que, sin embargo, en la práctica resultan inútiles, contraproducentes y completamente desproporcionadas para lograr la finalidad mencionada. Se trata de medidas que pueden servir para tranquilizar a una sociedad cuando esta se deja conducir a un estado colectivo de pánico, pero que estudiadas serenamente no solo traicionan los valores sobre los cuales se asienta una democracia sino que producen efectos completamente contraproducentes. Algunos de estos efectos son, por ejemplo, dotar a los gobiernos de mecanismos de espionaje que afectan de manera dramática el derecho a la privacidad y otros derechos fundamentales o estimular la estigmatización y la violencia contra comunidades que, como la musulmana, son tradicionalmente pacíficas.
Del otro lado de la arena, hay quienes han propuesto prohibir la blasfemia o el “insulto” respecto de cualquier tipo de sentimiento legítimo de un sector de la población, como los sentimientos religiosos. Con esa teoría habría que prohibir casi toda forma de sátira, pues es difícil encontrar una que no ridiculice alguna idea valorada positivamente por alguna persona. Si ofender a esa persona –dado que se ofenden sus creencias– es razón suficiente para limitar la libertad de expresión, habría que suprimir casi todo lo que se publica en las columnas de opinión o las caricaturas y, quien sabe, hasta las fotos de las vacas en un ordeño.
Como está demostrado, estas prohibiciones no generan mejor ni mayor democracia porque debilitan la deliberación. En general, solo sirven para que los políticos autoritarios se protejan de las críticas o para mantenerse indefinidamente en el poder. Con medidas como estas, por ejemplo, el gobierno de Putin encarceló a las Pussy Riot; el de Correa en Ecuador ha abierto múltiples procesos contra la prensa y tiene a Bonil, un notable caricaturista, al borde de una nueva sanción; importantes humoristas en Venezuela han sido sometidos a procesos penales o han sido despedidos de sus trabajos; y el gobierno totalitario de Corea del Norte amenazó con “represalias sin piedad” por una película. Esto sin mencionar los inaceptables casos de Tailandia, Turquía o Azerbaiyán en los que periodistas o blogueros han sido encarcelados con el único cargo de haber ofendido al poder.
Finalmente, más allá de las poco razonables propuestas que han resurgido luego de estos hechos violentos, es importante reflexionar sobre el fundamentalismo que nos toca más de cerca y que muchas veces es invisible, pese al daño que produce y al riesgo que encarna.
Formas muy peligrosas de fundamentalismo se manifiestan en nuestra región, no solo con atentados tan graves como el sufrido por la AMIA en Argentina –y el asesinato del fiscal que lo investigaba– sino cuando, por ejemplo, un fanático asesina a un miembro de la comunidad LGTBI por su identidad u opción sexual o cada vez que un líder político divide a las sociedades entre los y las ciudadanas “decentes“ que están con el partido de gobierno y “los otros”, que son identificados como enemigos del pueblo, excluidos en la narrativa oficial de la comunidad política y señalados como terroristas, desestabilizadores, apátridas o golpistas.
En Colombia, por ejemplo, un partido político de izquierda (la Unión Patriótica) fue literalmente exterminado por fundamentalistas de derecha; en países como Venezuela o Ecuador existe una política fundamentalista dirigida a estigmatizar y a excluir de la ciudadanía a la disidencia.
Política de exclusión que no solo ha generado violencia simbólica sino violencia física e institucional representada, por ejemplo, en los procesos y encarcelamientos de opositores y periodistas independientes.
Las manifestaciones en Francia fueron un llamado de atención en la defensa de los mínimos valores republicanos que permiten una convivencia decente y en contra del extendido pensamiento fundamentalista que, lamentablemente, no nos es ajeno. Es importante oírlas.