En casa había un disco, un “donpley” (así decía de chico) navideño donde se cantaba una canción de Carnaval. Entre discos de Marco Antonio Muñiz, Olga Guillot o Raphael, estaba Asalto navideño Vol. II, que incluye una versión de la famosa canción carnavalera interpretada por Héctor Lavoe, Willie Colón y Yomo Toro.
Ya conocen ustedes muy bien la historia de esta canción, su letra, y seguro que está sonando en su mente, y más en estos días. No sé cuál es su versión favorita, pero para mí, la única que recuerdo es esta y reconozco que me conmueve siempre: tiene, como me pasa con otras letras, un regusto de tristeza en el fondo.
Gozar juntos, “sí”, no hay quien pueda separarnos, “no”, el destino lo ha dispuesto así y no hay quien pueda “ya” con el amor. Veo a los viejos amigos de parranda, con un brillo de tristeza pausada en los ojos, sentenciando sí y no, ya nadie puede separarnos, el amor es imparable. Pero, agrega, “cantando se olvida el dolor”. Hay una situación planteada más allá del jolgorio y la fiesta, hay asuntos para olvidar o suspender por unos días, cantar para conjurar los problemas, lo que duele.
Pero nuestras circunstancias siguen allí después de la gozadera.
El Carnaval siempre ha servido para derrochar tiempo y dejarnos cocinar por el sistema nuestras peores pesadillas. La fiesta se presta a esa farsa y suspensión temporal de lo cotidiano, máscara de cuatro días en los que nos olvidamos “cantando” de lo más importante.
Gocen pelando el ojo y desconfiando siempre de las letras de las canciones. Esta iba para exaltar a una “Reina roja” y se quedó en “Pescao” y por mucho que cantemos el dolor no cesa: pasan las letras y aquí seguimos con él. Y no es aguar la fiesta, es ponernos en perspectiva para que después no nos asusten por la calle los resbalosos o los diablicos sucios disfrazados de honorables políticos.
El autor es escritor
