A veces tenemos la solución frente a nuestras narices y seguimos enfocando a lo lejos. En las páginas de un libro que leo, se aborda la historia de la difusión del conocimiento partiendo de la invención de la imprenta –en 1440– por el alemán Johannes Gutemberg y la transformación que esta produjo.
Por primera vez en la historia registrada, las preciosas letras podían ser leídas en universidades y bibliotecas de todo lo que conformaba el mundo del Medioevo.
Antes de la imprenta, los estudiosos tenían que viajar hasta la Biblioteca de Alejandría, en Egipto, para leer en los manuscritos originales el pensamiento de quienes ya eran “los antiguos”, y así aprovechar fundamentos valiosos alcanzados por ellos avanzando a partir de allí.
El mismo Arquímedes (287 a.C.), considerado el matemático más grande que ha existido, viajó a Alejandría, probablemente antes de su famoso baño de tina del cual salió desnudo gritando ¡Eureka! (¡lo encontré!) por las calles de Siracusa.
Reproducir manuscritos antiguos mediante su impresión en un material duradero, como el pergamino, liberó el acervo intelectual, aunque en los primeros 50 años solo se imprimían las obras en latín y griego, es decir, para un reducido caudal de lectores.
Cuando se evidenció el potencial que residía en el artefacto, se tradujeron los clásicos a lenguas vernáculas y todo paisano con recursos para comprar un libro podía leer, en su idioma, las páginas de Homero, de Sófocles, de Aristóteles, de Platón, incluyendo la Biblia. Una gran masa tuvo por primera vez oportunidad de educarse como los príncipes, dándose un salto dramático en la estratificación social.
Esa información me llevó a mi propio ¡Eureka!
Si a partir de la impresión de libros los conocimientos se esparcieron a todas las capas sociales naciendo una burguesía ilustrada, con el internet y Google, todos los conocimientos que existen en la bodega intelectual humana –infinitamente mayores de los que hubo en la Biblioteca de Alejandría– pueden llegar a todas las personas, de cualquier procedencia socioeconómica, rural o urbana, en cualquier rincón de todos los terruños.
Es evidente que quien tiene acceso al internet, por limitados que sean sus recursos, es tan dueño de la infinita información y conocimientos allí acopiados, como los líderes que presiden naciones y los magnates dueños de corporaciones.
La posibilidad de ser persona regiamente educada ya no es el privilegio de pocos; una puerta ancha se abrió, y podemos pasar adelante todos los que vivimos en esta afortunada era computacional.
A pesar de eso, en nuestro país derramamos lágrimas y nos halamos las mechas por la deficiente educación que se brinda a los estudiantes. ¿Cómo es posible? ¿Es que no existe un director de orquesta en este tema que elabore una melodía común, un pénsum que se nutra del mundo virtual, que sea compartido por escuelas privadas y escuelas públicas, y que enseñe a profesores y alumnos cómo desarrollarlo?
Importa esbozar un plan para que el Ministerio de Educación optimice en Panamá este feliz fenómeno informativo, para que lo convierta –como ocurrió con la imprenta de Gutemberg– en un espléndido esparcimiento de la semilla más productiva que existe.
Propongo que se establezca un think tank de personas idóneas cuyo propósito específico –sin generalizar con otros escollos educativos– sea formular la estrategia estatal que sin más dilación encamine y guíe hacia esa puerta ancha, gratuita, mágica, maravillosa, que es la biblioteca virtual, a todos los jóvenes panameños de mente curiosa y ávidos de progreso.
Una educación principesca nos aguarda. Batamos el récord de Gutemberg.
La autora es escritora
