Cuando ilusamente pensábamos que la vieja discusión Iglesia-política estaba saldada o al menos mitigada, la propia realidad nos muestra que eso no es cierto.
Desde tiempos remotos se ha venido planteando la urgente necesidad de separar la Iglesia de la política. Indudablemente que no es tarea fácil. Por un lado, los políticos se resisten al divorcio, y por el otro, la Iglesia un tanto igual, pareciera no comulgar con una posición a favor del rompimiento, toda vez que esa relación ayuda a su relación íntima con el poder político.
He venido sosteniendo que ambas, política y religión, funcionan con mecanismos similares. La política se hace de los partidos políticos y las iglesias, cualquiera que sea su denominación, a través de sus sectas. Ambas cuentan con una estructura de dirección y con fieles seguidores, y buscan hacerse cada vez más del recurso humano para sus propósitos. De manera que , con un mercado cautivo de gente, impulsan un discurso de convencimiento y de aspiraciones cuyo contenido muy bien hilvanado y expuesto busca: “ un posible estado de bienestar, tanto material como espiritual”, cuyo alcance se retrasa. Sin gente no hay política ni tampoco religión.
No cabe duda de que ambas actividades son rentables y coincidentes en la práctica y pareciera también que en el método, y como quiera que la Iglesia recibe -en momentos- del poder político lo requerido para su acción, y como quiera que esa simbiosis se presenta como conveniente, la política termina recibiendo de ella su espaldarazo.
Esto ha sido entendido por los políticos panameños, que encuentran justamente el factor Iglesia como un elemento “legítimo” para sus propósitos. Desde luego, con el mercado cautivo y con el entendimiento de las cúpulas religiosas se busca que desde allí se baje la línea para consecuencialmente corresponderle. El político nacional ha entendido con claridad que ella-la política-no es posible con la exclusión de las iglesias. Es decir, eso es parte de la estrategia de las campañas políticas.
Y, los hay-políticos-que se sienten ungidos e incluso dicen que han sido iluminados por la divinidad para ostentar una posición política. No obstante, no explican-y deben hacerlo- por qué el todopoderoso los eligió, como tampoco explican - y es necesario hacerlo- las razones por las cuales él hace exclusión estableciendo fueros y privilegios y hasta discriminación si fuese el caso.
La divinidad plantea la igualdad ante sus ojos, un discurso adverso lo deslegitima y por ello, se falsean las propuestas políticas, como también queda en entredicho la autenticidad de la Iglesia y de un Dios que no hace acepción de personas.
Política y religión, y viceversa, en esa relación de conveniencia, parecieran que ponen al ser humano como un instrumento de uso, en donde lo importante es el poder, que debe ser alcanzado sin importar que esos medios no justifican lo que debe ser correcto. Al final preocupa que hasta hablando en lenguas queden los políticos o contorneándose en el piso después de que una mano religiosa haya tocado su frente.
El autor es docente universitario