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ESTADO FALLIDO

Populismo, ineficiencia y corrupción

Habitamos un país de sistemas rotos, agotados, donde la brecha entre ricos y pobres persiste, y cada día que pasa se incrementa. Con gobiernos populistas, ineficientes y corruptos plagados de demagogos, que explotan el dolor y hartazgo social para encumbrarse en el poder y, al obtenerlo, no establecen políticas para cambiar la violencia social, la impunidad y la corrupción; y que al contrario las favorecen. Es evidente el fracaso social y político que estamos afrontando.

Nos convertimos en una sociedad de odio y miedo, donde presentamos altos niveles de impunidad, corrupción y de criminalidad; así como una marcada degradación económica, con una administración pública que se ha hecho ineficaz. Estamos en el país con mayor índice de desigualdad social y con la peor incidencia de distribución de la riqueza. No percibimos el peligro, que hay una decadencia moral, y la pasividad individual que nos condujo a la decadencia social.

La ineficiencia administrativa, un añejo vicio gubernamental, nos ha llevado a que hoy tengamos un Estado sobredimensionado e hipertrofiado, que duplica funciones y es sumamente costoso para los contribuyentes; donde los servidores públicos no entienden que solo pueden hacer lo que las leyes les autorizan expresamente, y donde la discrecionalidad no depende de su capricho o voluntad.

Con políticas que buscan atraer a las clases populares con demagogia, apelando a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas para ganar apoyo popular; frecuentemente mediante el uso de la retórica, la desinformación, la agnotología y la propaganda política, nos han llevado a tener hoy por hoy, el populismo generador del Estado fallido que vivimos. Una nación plagada de desigualdades. Que hay que reconstruirla en su totalidad, y no mediante reformas cosméticas, sino con cambios profundos.

El Panamá de hoy es una nación que ha fallado en la garantía de servicios básicos a sus ciudadanos;  la carencia de agua potable en muchas regiones, de medicinas, atención médica, la inseguridad, educación pública deficiente, donde se aprecia la pérdida del monopolio en el uso legítimo de la fuerza, porque la calle es para los maleantes y pandilleros, y el ciudadano debe vivir encarcelado en su vivienda y la erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones; son las características que distinguen al país del presente.

Un país donde no es que la justicia no sea igual para todos. El problema es que no todos somos iguales para la justicia, porque hay una creciente desigualdad social; donde basta tener dinero para sobornar jueces y fiscales para salir libre de culpa por haber depredado el patrimonio que es de todos, mientras que al que no posea recursos debe podrirse en la cárcel. No puede ser una nación donde todos podamos tener felicidad.

No existe la tan cacareada separación de poderes, donde la mayoría de los órganos y entidades que constituyen el poder público, no son producto de la voluntad soberana, sino de truculentas distorsiones e interpretaciones judiciales; donde la participación política del ciudadano es inexistente. Nuestro sistema en modo alguno puede ser identificado con una democracia, solo porque se hacen elecciones cada cinco años.

Vivimos una perversa mezcla de cleptocracia, que es el establecimiento y desarrollo del poder basado en el robo, institucionalizando la corrupción y sus derivados como el nepotismo, el clientelismo político y/o el peculado, de forma que estas acciones delictivas quedan impunes, debido a que todos los sectores del poder están corruptos; y una oclocracia, el gobierno de la muchedumbre, esa masa o gentío, que es un agente de producción biopolítica, que a la hora de abordar asuntos políticos presenta una voluntad viciada, viciosa, confusa, injuiciosa o irracional, por lo que carece de capacidad de autogobierno y por ende, no conserva los requisitos necesarios para ser considerada como pueblo.

Solo en la medida que entendamos que hemos llegado a un Estado fallido, tomaremos las medidas para establecer una sociedad justa e igualitaria para lograr un Estado eficiente y con justicia social, donde no habrá que conceder 100 días de periodo de gracia a los gobernantes para que hagan lo que deben hacer de manera inmediata, a las 24 horas que asuman el poder.

El autor es abogado


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