Desde que existen las noticias por cable me convertí en ciudadana del mundo. Sigo con pasión lo que ocurre en muchas partes; algunos países y sus gestiones políticas captan mi imaginación, y en ellos fijo las pupilas de mi intelecto con acusado interés. De tanto inmiscuirme llego a conclusiones y análisis que me encantaría poder conversar con mi mentor y amigo, el admirado y nunca igualado periodista, Mario Velázquez.
Se me ocurre que, igual a como sucede con el amor, no escogemos los temas que se adentran en la mente: éstos nos apresan.
Observo las pugnas estadounidenses en torno a Trump; las sacudidas por el Brexit en Gran Bretaña; las huelgas de Francia (adoro a Macron); el sufrimiento de los migrantes que sólo crecerá, el conundrum de Israel y Palestina; la pavorosa y estúpida destrucción de la guerra en Siria; la infructuosa primavera de Egipto; Chile, que domina el concepto de la libertad y sabe defenderla, y porque allí está el telescopio más grande del mundo que quizás avisará alguna mañana que se acercan visitantes alienígenas. Y sí, Cuba, con dolor, por sus generaciones perdidas. Venezuela, que recuerdo en su época de esplendor, hoy es una herida que se infecta; hay que conformarse con espantar las moscas y el hedor que provocan sus nefastos usurpadores.
Por las noticias me entero que, en el país del norte, surgieron un par de “whistleblowers”, lo que en buen panameño llamamos chivatos, cuyas serias denuncias han conducido nada menos que a una investigación en el Congreso que puede culminar con la impugnación del presidente y su separación del cargo.
En la democracia más visible del mundo existe una ley que estimula y reglamenta la denuncia anónima de irregularidades en la cosa pública. Esta ley que protege la identidad del whistleblower para no exponerlo a venganzas, goza del mayor respeto, pues los soplones cívicos son considerados –y se ha demostrado- que representan una vigilancia adicional valiosa en el manejo del país.
La noticia de los whistleblower me hizo pensar en Panamá. Dudaba si el tema, que captó mi interés, ameritaba seguir con este escrito, cuando encuentro en Facebook el encabezado de un artículo del periódico The Atlantic que dice nada menos que los whistleblowers podrían ser la solución global a la corrupción.
En Panamá, con la valentía de los que saben y el apoyo de la ley, soplones honestos pueden ayudar a encontrar más rápidamente las arterias donde medra la corrupción y denunciar las jugadas ocultas que degradan el Órgano Judicial.
Saca de quicio que estos ladrones con poder e influencia hayan agregado muchos ceros a las coimas que solicitan y a las sumas que roban, perjudicando grandemente al país y cercenando sin remordimiento las necesidades de tantos panameños.
Panamá, que sobrevivió y resurgió tras una dictadura militar, otra narcotraficante, el cierre total del sistema financiero y una invasión extranjera, situaciones que habrían hecho quedar a la deriva a cualquier otro terruño, ahora es devorada a mordiscos por hijos suyos, convertidos en lobos hambrientos de riquezas.
Hay que inspirarse en los buenos ejemplos; estimulemos vigorosamente a los ciudadanos que ven irregularidades a convertirse en chivatos, creando para ellos –pues creo que no existe- un reglamento que proteja su anonimato y premie su aviso cuando éste produce resultados.
Si ya hay una Ley de protección a la denuncia anónima, hagámosla importante, recordémosle diariamente a todos los panameños que salvar a Panamá, recuperar la honestidad y la responsabilidad fiscal y moral, es una responsabilidad compartida.
Haber nacido en un Panamá seguro y decente nos obliga a sanearlo de estas lacras para legar a nuestra descendencia el país feliz de nuestra infancia.
Estamos obligados a destruir la torre del mal, y a encaminarnos nuevamente por la senda decente de un progreso con justicia y equidad.
La autora es escritora
