Durante un almuerzo vietnamita le pregunté a mis dos acompañantes si ellos compartían la tesis de que una operación de las fuerzas élites norteamericanas similar a la que funcionó para eliminar a Osama bin Laden hubiese sido suficiente para erradicar o raptar al general Noriega y evitar así la cruenta invasión que tantas vidas y destrucción causó. Ambos, ciudadanos de criterios bien formados, respondieron que sí, en tanto yo exprese que no.
Expliqué de inmediato mis razones debido a la descomposición ya muy avanzada en la cúpula de la Fuerzas de Defensa, satanizadas al extremo, que había entrado en metástasis irreversible, a consecuencia de crímenes despiadados y procedimientos mafiosos como el del médico Hugo Spadafora, asesinado y decapitado; desapariciones físicas, entre ellos el sacerdote Héctor Gallego, el subteniente Andrés Fistonich, testigo de crímenes contra la vida donde él había sido parte de los ejecutores, y del dirigente Heliodoro Portugal; los cementerio clandestinos en cuarteles de la fuerza pública; narcotráfico institucionalizado que había penetrado el centro bancario e instituciones del Estado, entre ellas el propio corazón de las Fuerzas de Defensa, migración, aeropuertos y puertos, al servicio de los carteles de la droga, sin olvidar las propiedades en Europa y cuentas bancarias del mismo comandante Noriega; laboratorios en la selva del Darién donde se procesaba droga, y para culminar con el crimen de lesa humanidad ordenado por el propio comandante Noriega, al pasar por las armas sin derecho a un juicio, lo que conllevó a un cruel fusilamiento de 11 oficiales compañeros, en el viejo hangar de la base aérea de Albrook.
Ya prisioneros los de la cúpula en este infierno creado por ellos mismos, precisamente Noriega y su estado mayor, aburguesados y sin liderazgo ni autoridad moral, habían claudicado lacerados por los efectos de la corrupción y prolongado abuso del poder, al extremo de aceptar haberse convertido, de hecho, en “subalternos de sus propios subalternos”, estos últimos mayores, capitanes hasta tenientes, los favoritos o círculo cero de un comandante débil y pusilánime, bajo el asedio por las sanciones económicas de los norteamericanos, la comunidad internacional y el propio pueblo panameño que lideraba la Cruzada Civilista.
Ante esta realidad e intentos fallidos de derrocamientos, Noriega tuvo que recurrir al “pandillerismo mixto de uniformados y civiles oportunistas de fortuna”, algunos resultaron famosos y despiadados perdonavidas, otros pocos por subsistencia profesional se mantuvieron en las filas y las milicias civiles Codepadis, integradas por funcionarios muy allegados al régimen en búsqueda de oportunidades, inmersos en semejante laberinto de confusiones, ya dueños de haciendas, ganaderías y residencias lujosas, que integraban aquel coro con sus propias palmas: “¡Ni un paso atrás; ni un paso atrás carajo!”. Ya precipitado el régimen hacia su inevitable exterminio, apostaron al falso nacionalismo en la lucha por el Canal, además, convencidos de que los gringos no se atreverían a invadir por temor a la reacción de las otras potencias. Maniobra que no progresó pues no había líderes de credibilidad que la impulsaran. Noriega puso pies en polvorosa dejando su machete, estrellas, laureles y el honor en la Nunciatura… La invasión se había iniciado y la paradoja, sin la resistencia ni el sacrificio obligado de los que la habían provocado, pusieron los muertos los humildes de El Chorrillo y San Miguelito. Fidel Castro declaró estando Noriega asilado en la Nunciatura, lo siguiente: “Parecía digno, lo imaginaba un valiente, no supo aprovechar la oportunidad que le brindaron sus propias imprudencias, combatir y trascender en la historia como un mártir patriota. ¡Cuánta desilusión!”.
Considero y debo manifestarlo con mucha claridad a riesgo de ser mal interpretado: aquel Panamá tan vulnerable, descompuesto, gobernado por pandilleros, torturadores, narcotraficantes y asesinos, no podía continuar, y si para terminar con ello tenían que intervenir los rusos, chinos, árabes, norteamericanos, ingleses, australianos, franceses o un ejército del infierno mismo como fuerzas libertadoras por defender la humanidad y derecho a la vida del pueblo panameño, bienvenidos sean. Pero lo más significativo y de ello poco se menciona, los norteamericanos exterminaron el mal, limpiaron la metástasis, honraron los tratados Torrijos-Carter, propiciaron nuevas elecciones y regresaron a sus casas en los Estados Unidos. Yo no estoy seguro, si de ser los rusos, chinos, árabes o ingleses que nos hubieran liberado, no anduvieran todavía por aquí con los fusiles al hombro enamorando a nuestras mujeres con el argumento de proteger el Canal.
El autor es exgeneral, ex comandante jefe de la Guardia Nacional.
