Estamos en la recta final de 2018, pero por esas cosas difíciles de entender, hemos vuelto a 2005… o a los años 80 del siglo pasado.
No hay manera de que avancemos en materia de justicia. Ya lo había advertido el magistrado presidente de la Corte Suprema, Hernán de León, en agosto pasado a la procuradora Kenia Porcell: “el caso se va a caer”. Se refería, claro está, al proceso que mantiene detenido al expresidente Ricardo Martinelli, por violar la intimidad de los panameños.
Tres meses después, circula un proyecto de fallo del magistrado Oydén Ortega, que mandaría el proceso del expresidente Martinelli al hoyo negro de la impunidad, ubicado en un conocido juzgado penal. Es decir, estamos en noviembre, pero los nuevos acontecimientos nos obligan a recordar lo que supimos en agosto.
Además, el magistrado Ortega parece tener prisa. En sus observaciones al proyecto de fallo, el magistrado Abel Zamorano llama la atención sobre la fecha tope para realizar la lectura del proyecto, el 26 de noviembre. Esa fecha, agrega, no concuerda con el término de 20 días hábiles que el pleno acordó desde 2009, para tratar los amparos de garantía. Hay prisa.
Ese curioso dato, el vaticinio del magistrado presidente y las historias que, no por viejas dejan de ser graves, que vinculan al hijo del magistrado Ortega y al tantas veces mencionado, magistrado De León, con manejos comprometeros y crematísticos de los fallos, forman la tormenta perfecta. O deberían formarla.
Sin embargo, parece que estamos curados de espanto. Una tormenta similar la vivimos en 2005, cuando el entonces magistrado Adán Arnulfo Arjona acusara a sus colegas de vender fallos relacionados con la liberación de narcotraficantes, tráfico de armas, descongelamiento de cuentas y otras bellezas.
Parecía una crisis sin otra salida que la renuncia de todos los magistrados. No sucedió. La generalizada indignación fue apaciguada con la creación del Pacto de Estado por la Justicia por el entonces presidente, Martín Torrijos. Los cuestionados magistrados se salvaron de la hoguera, y la impunidad ganó otra batalla.
Tras algunos meses de trabajo, los miembros del Pacto definieron claramente la ruta de la reforma, con acciones concretas, actores y fechas de ejecución. Había un plan para salir del desastre; había optimismo.
Desafortunadamente, el expresidente Torrijos no le puso empeño al proceso reformador y casi todo se quedó en el tintero. Y con Ricardo Martinelli vino el desbarajuste, el abuso de poder, la burla al Estado de derecho, y lo más grave, la indefensión de los ciudadanos.
Justamente por ello, la elección de José Ayú Prado nuevamente como presidente de la Corte Suprema tras el cambio de gobierno, fue un momento de gran desencanto. El oscuro funcionario que había pasado de fiscal a procurador y de allí a magistrado presidente de la Corte Suprema de Justicia durante dos períodos consecutivos (2014-2016 y 2016-2018), seguía en su magistral papel de encantador de serpientes.
Ahora, con la nueva denuncia sobre ventas de fallos y sospechosos cambios de criterio, viene a cuento aquella descripción que hiciera la entonces embajadora de Estados Unidos en Panamá, Linda Watt, al llamar a la Corte Suprema una “empresa delictiva”, con una “escandalosamente burda logística de compra de sentencias”.
Para desgracia de la justicia, de la institucionalidad democrática y de los ciudadanos todos, las garrapatas parecen estarse moviendo a sus anchas por el potrero de Ancón, como lo describiera el entonces magistrado Camilo Pérez. Eran los años 80.
PD: Finalmente, y después de una demasiado larga espera, el Gabinete ha elegido dos de los tres magistrados que deben ser designados en la Corte Suprema de Justicia. Uno de ellos, Olmedo Arrocha, sale de las filas del Gobierno. Otro error; el de siempre.
La autora es abogada, periodista y presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana.