“El futuro es de los jóvenes y deben hacer todo lo posible para que no se les escape”, comentó hace unos días Mijaíl Gorvachov a un periodista del diario español El País, durante una entrevista con motivo de los treinta años de la caída del Muro de Berlín.
El comentario del carismático exsecretario del Partido Comunista soviético, que lideró un programa de reformas que haría enormemente populares las palabras rusas perestroika (reestructuración) y glásnost (transparencia) -provocando la explosión de un imperio y el inicio de un proceso de eliminación de armas nucleares que hoy va marcha atrás-, viene a cuento estos días que, aquí y allá, los jóvenes están saliendo a las calles a exigir cambios, a luchar por su futuro y el de todos.
En Panamá, la indignación de la juventud transformada en acciones concretas se manifestó inicialmente con protestas intermitentes ante la Asamblea Nacional, al conocerse las desvergonzadas actuaciones de los diputados, gracias al riguroso trabajo investigativo realizado por una joven periodista de este diario -la valiente Mary Triny Zea-, y la impunidad provocada por la falta de actuación de las instituciones con el mandato constitucional de proteger los recursos públicos y castigar a quienes los malversan.
Más tarde, los jóvenes panameños encontraron en el proceso de reforma constitucional en marcha, la motivación necesaria que los llevó y los sigue llevando a las calles.
A diferencia de lo que han demostrado hasta ahora la mayoría de los diputados que tienen a su cargo el proceso de cambio constitucional -el mensaje de la diputada Kayra Harding en redes es suficientemente elocuente al respecto-, los jóvenes panameños saben perfectamente lo que significa una Constitución. Saben que es un instrumento fundamental para el reconocimiento y fortalecimiento de los derechos de todos los ciudadanos, y que debe incluir claros y efectivos mecanismos para garantizar su protección y para que los contrapesos del poder no sean un mal chiste como hasta ahora. Saben que los funcionarios y los corruptos no rinden cuentas, que no hay justicia y que la impunidad reina. Lo saben, lo sufren y buscan un cambio.
Esa lógica demanda que hace parte de una larga tradición histórica de luchas de hombres y mujeres por la libertad, los derechos, la convivencia pacífica, la justicia y el buen gobierno, se ha encontrado con visiones autoritarias, represivas, excluyentes y oportunistas, que solo han provocado una mayor convicción entre los jóvenes de que les toca no rendirse, porque el futuro se les va en ello.
Pero las luchas juveniles han sacado a la luz el rostro del autoritarismo latente y la necesidad de que todos lo enfrentemos con vigor y decisión. Los panameños aún esperamos una pública disculpa por parte de los estamentos de seguridad del país, que no solo reprimieron con una fuerza inusitada y desproporcionada a los jóvenes, sino que evidenciando una imperdonable irresponsabilidad, azuzaron con mentiras el argumento del “enemigo extranjero”, dando cifras falsas y tapando sus errores con un silencio que resulta bastante elocuente. Azuzar la xenofobia desde el poder es muy peligroso, muy irresponsable. El presidente fue mal informado y eso aún no se ha aclarado con transparencia.
Los sucesos que vivimos estos días y que demuestran peligrosos retrocesos, tienen una vinculación con lo que hoy vive el mundo, treinta años después de la caída de ese muro de la vergüenza, construído con represión y miedo detrás de aquella infame “cortina de hierro”. El famoso fin de la historia no se produjo, como era imposible que se produjera, y el mundo hoy está otra vez acosado por los fantasmas perpetuos de la intolerancia, la irracionalidad, el fanatismo, la desigualdad, el autoritarismo. También aquí.
En Panamá, como en casi todos lados, existen quienes se han empeñado en construir nuevos muros para separar, para dejar afuera a los otros, a los distintos, a los que creen y piensan de otra forma, a los librepensadores. Impedirlo es una lucha que nos corresponde librar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Los jovenes panameños ya lo están haciendo.
La autora es periodista, abogada y directiva de la Fundación Libertad Ciudadana