El vocablo dios, para mí, es únicamente un concepto ideológico. Escribirlo con minúscula, por tanto, no viola ninguna norma gramatical. Este artículo no tiene la intención ni de incordiar al creyente ni de disfrutar el debate reflexivo que genere. Como no se puede asesinar un ente que considero inexistente, además, el título es una inocua expresión metafórica, por lo que insto a potenciales detractores a ahorrarse de proferir insultos estériles. Mi interés primordial radica en la genuina preocupación sobre el irascible rumbo emprendido por los fundamentalismos religiosos contra la convivencia pacífica de nuestra especie. El invento de deidades data de tiempos remotos, varios miles de años atrás. La mentalidad politeísta surgió para intentar explicar los fenómenos naturales, en épocas de profunda ignorancia científica y temor a lo desconocido. A medida que la ciencia fue explicando la razón de esos eventos, comenzaron a desaparecer muchos seres supremos hasta que hoy en día se venera tan solo a uno de ellos. La mayor parte de la humanidad contemporánea es incrédula de la existencia de esa miríada de divinidades primitivas en que antes creía, lo que deja al ateo moderno con solo un dios menos que los demás.
Para superar los embates de los fanáticos del dogma y recobrar la dignidad como especie pensante, urge matar a dios. Propongo aniquilar al dios institucional, esa entelequia fabricada por las religiones monoteístas para alcanzar poder, fama, fortuna y control del rebaño. Sus líderes (rabinos, sacerdotes/pastores, ayatolás) proclaman que sus libros sagrados (Torá, Biblia, Corán) fueron escritos o inspirados directamente por íconos exclusivos (Yavé, Dios, Alá), interpretan fábulas y alegorías a su antojo y se autoproclaman intermediarios entre lo celestial y lo terrenal. Con base en citas misóginas, esclavistas y violentas, deciden qué es lo correcto, arremetiendo contra todo lo que desafía esa supuesta normalidad. Entre rituales simbólicos, ínfulas de pueblos elegidos, amenazas a impíos, penitencias seráficas, promesas de salvación u ofrecimientos del paraíso, mantienen obnubilados a sus seguidores y prestos a integrar milicias doctrinarias de ser necesario.
Esos jerarcas son indiferentes a las terribles cifras de enfermedades de transmisión sexual, crueles estadísticas de embarazos en adolescentes, beneficios de la anticoncepción contra la pobreza o aspiraciones femeninas de no ser tratadas como máquinas de reproducción. Defienden lo “natural”, aunque paradójicamente la historieta de Adán y Eva, el nacimiento de Jesús de una virgen, la conversión del agua en vino, la separación del mar Rojo, la dispersión idiomática por la Torre de Babel, la resurrección de profetas o los placeres etéreos del más allá, entre otros delirios extáticos, denotan absoluto surrealismo. Los cristianos latinoamericanos, a través del estrambótico contubernio entre pentecostales y católicos, han invadido el terreno político y decidido copiar tácticas del yihadismo islámico para combatir los derechos humanos de grupos homosexuales, aduciendo que no gozan del respaldo de las mayorías. Si a eso nos atenemos, la mujer no podría todavía votar, el negro seguiría siendo esclavo y el matrimonio interracial estaría prohibido, conquistas impopulares en su momento.
A diferencia del dios institucional, la noción personal sobre un ídolo invisible que escucha oraciones y maneja destinos no hace daño al entorno y, guardada en el ámbito privado, puede resultar beneficiosa para el crédulo en calmar ansiedades, abrigar ilusiones y mitigar miedos. Si esa creencia íntima sirve para que una persona sea más honrada, justa y solidaria, sin afectar los proyectos de vida del prójimo, su práctica no parece riesgosa para el progreso de la humanidad. Esa espiritualidad individual, además, tiende a reducirse gradualmente con mejor educación en ciencias. Hay muchos más ateos y agnósticos en el presente que en cualquier período precedente. Conozco a gente inteligente, de pensamiento crítico, que ha reemplazado a dios por el equivalente a una fuerza cósmica superior, quizás como último albergue de vestigios místicos infantiles o inseguridades metafísicas no resueltas. Es una especie de agnosticismo residual que subyace debido al misterio aún no claramente dilucidado sobre el origen del universo. La génesis de los seres vivos está cimentada en evidencias biológicas menos controvertidas.
La necesidad de matar a dios no es novedosa, ni siquiera reciente. Numerosos pensadores han vertido sentencias similares. Desde Epicuro (341 a.C.), pasando por Hegel, Feuerbach, Bakunin, Marx, Nietzsche, Freud, Russell, Sartre o Camus, hasta más próximamente Sagan, Dawkins, Hawking y Onfray (1959), se ha sugerido que la ausencia de dios es un requisito fundamental para que el hombre recupere su libertad intelectual. La teología debe ser substituida por la antropología si pretendemos alcanzar un pleno bienestar del Homo sapiens. El ser humano debe aceptar su finitud para alejarse de fantasías y engaños. Nada es más trascendental para la humanidad que la ética, la paz, la empatía y la autonomía de pensamiento. América Latina necesita urgentemente la influencia de esas mentes “herejes”.
Schopenhauer decía: “las religiones son como las luciérnagas, requieren oscuridad para poder brillar”. En la región, tristemente, queremos vivir con las luces apagadas…
El autor es médico