Según cifras del Observatorio Panameño Contra la Violencia de Género, adscrito a la Defensoría del Pueblo, hasta el 15 de diciembre de 2024, 20 mujeres en Panamá perdieron la vida a manos de agresores, entre ellas, una niña de 2 años.
La violencia contra la mujer es un problema que afecta a todas las sociedades, sin importar su nivel de desarrollo, pero en América Latina, esta realidad se manifiesta con alarmante intensidad. En Panamá, el panorama es bastante preocupante, desde la violencia doméstica hasta el acoso y el feminicidio, la expresión más extrema de esta problemática.
Entre las principales causas de esta situación se encuentran factores culturales que perpetúan la desigualdad de género, la falta de sensibilización en la educación y la escasez de recursos destinados a la protección de las víctimas. Además, muchas mujeres no denuncian los abusos por miedo, dependencia económica de sus agresores, o, en la mayoría de los casos, por la falta de confianza en el sistema judicial, lo que contribuye a la invisibilidad latente del problema.
A pesar de la implementación de leyes para combatir la violencia contra las mujeres, como la Ley 82 de 2013, que establece medidas de prevención y sanción del feminicidio, el sistema aún enfrenta demasiadas limitaciones.
En Panamá, este acto se castiga con penas que van de 20 a 50 años de prisión, dependiendo del tipo de agravante. Sin embargo, muchos de los casos se ven entorpecidos por la falta de pruebas o por la revictimización de las mujeres en el proceso judicial. Además, los recursos para las instituciones que manejan estos casos, como los juzgados especializados y las casas de refugio, son insuficientes. Sin embargo, aunque logremos que el sistema sea funcional en estos casos, sin una adecuada transformación en las estructuras sociales, donde la desigualdad siga contaminando incluso la educación, nunca podremos salvar la vida de nuestras mujeres. Mientras los procesos sigan siendo retardados, como el caso de Dorys Franco, en Veraguas, una mujer de 37 años, brutalmente asesinada por su pareja el 26 de abril de 2024, cuyo proceso judicial apenas está comenzando y ha sido pospuesto una y otra vez en busca supuestamente de un acuerdo de pena entre las partes, acuerdo que la familia Franco no quiere. Una familia que pide a gritos la justicia para su hija.
Revisemos el discurso con el que nos referimos a las mujeres. En los tribunales incluso nos minimizan, nos llaman “señoras” mientras a ellos los llaman “el ingeniero”, “el doctor”, sin sensibilizar sobre el impacto del lenguaje en la perpetuación de desigualdades. Y por ende, seguimos viviendo en una sociedad dañada desde las raíces por este mal.
Hablemos alto y claro: a Dorys no “la mataron”. Dorys no “falleció”. A Dorys la mató un hombre, que además es el padre de su hijo, y que tiene nombre: se llama Bosco Bolívar. El discurso debe ser directo y sin tapujos, porque mientras continuamos manejando el lenguaje silencioso de no ponerle nombre a estos criminales, seguimos dejando a niños sin madres, padres sin hijas, y abandonando en el olvido a todas aquellas mujeres que mueren año tras año en este país.
El giro necesario en nuestra cultura deviene de darle a la educación una equidad que elimine los estereotipos y promueva la igualdad de oportunidades. Un enfoque educativo que contemple análisis crítico, role-playing, talleres de derechos humanos y equidad de género, debates sobre el tema, creación de proyectos comunitarios, y una inversión representativa en estudios sociales, son vías que harían más factible comenzar a hacer prevención de la violencia contra la mujer. No existe otra ruta más efectiva que a partir de la educación.
La falta de instrucción y el mal manejo de un discurso silencioso exacerban los patrones preexistentes de discriminación contra las mujeres y las niñas, exponiéndolas a mayores riesgos. Enmarcar la violencia de género contra la mujer como una violación de los derechos humanos implica un importante cambio conceptual en nuestra sociedad. Significa reconocer que las mujeres no están expuestas a la violencia por accidente o por una vulnerabilidad innata, sino que la violencia es el resultado de una discriminación estructural y profundamente arraigada, que el Estado tiene la obligación de abordar de manera transparente y prioritaria, donde sea incluida la erradicación de los estereotipos de género, fundamentalmente.
La autora es bibliotecaria, poeta y narradora.