Por principios éticos, soy pacifista. De haber podido votar, mi apoyo al “sí” sería quizás automático. Desde las gradas, todo parecía indicar que el plebiscito colombiano sería un trámite fácil para el voto positivo. Después de media centuria de guerra y narcoterrorismo, con millares de asesinatos, torturas, discapacitados, secuestros y chantajes, era difícil presagiar la victoria del “no” al pacto por la paz. Hubo manipulación de lado y lado, con mentiras difundidas por las redes informáticas, que atemorizaban a incautos y distraídos. La maquinaria uribista trabajó a destajo. Hasta la imaginaria “ideología de género” se coló como factor de confusión. El pontífice también mordió el anzuelo y chantajeó con visitar al país cafetero si triunfaba el “sí”. Antes de tomar la decisión, era menester interiorizar que toda paz negociada es imperfecta y que siempre un mal arreglo es mejor que un buen pleito. A raíz de los inesperados resultados, sin embargo, resulta evidente que lo acordado entre Gobierno y guerrilla distaba bastante de lo deseado por el ciudadano común. Proporciones aparte, el dilema podría ser similar al que tendríamos que enfrentar los panameños si nos preguntaran por la salida de prisión del exdictador Noriega. La democracia tiene también inconvenientes. El voto de las víctimas directas de los tiranos posee el mismo valor que el de los que no sufrieron ningún vejamen. Las regiones más azotadas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), curiosamente, respaldaron la oferta del presidente Santos.
Antes del plebiscito, cuestioné a varios colegas colombianos que rechazaban el acuerdo, pero ripostaron con convincentes argumentos. Resumo las razones de su tenaz oposición. Porque dialogaron en medio de garantes parcializados proclives a los intereses revolucionarios. Porque se dejaron meter en la cabeza la idea de que los pecados del Estado son iguales a los de sus enemigos. Porque los negociadores, en nombre de la sociedad, lo admitieron todo y creyeron cándidamente que estaban hablando con demócratas liberales y criminales arrepentidos. Porque las FARC no han pedido perdón ni van a tocar un peso de su mal habida riqueza para resarcir a sus víctimas. Porque el pueblo inocente tendrá ahora que pagar más impuestos y el salario de los guerrilleros que regresan a la vida civil. Porque se ha manoseado el anhelo colectivo de paz con fines electorales y politiqueros. Porque han ido soltando prendas a cuentagotas, con la malicia del tracalero. Porque ahora sí no les importa, a los rebeldes coludidos con las castas dominantes, la intromisión extranjera en nuestras instituciones a través de jueces foráneos que van a dictar cátedra en el omnímodo tribunal de la justicia transicional. Porque los revolucionarios triunfantes en La Habana felicitaron jubilosamente a la satrapía de Nicaragua cuando perdimos miles de kilómetros de nuestro mar territorial.
Porque no se limitaron a convenir con los insurrectos el fin de los asesinatos y los secuestros, con su correspondiente entrega de armas, sino que los hicieron parte integral de unas transformaciones políticas y constitucionales de inciertas consecuencias. Porque ahí están el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el narcotráfico mondos y lirondos. Porque en Venezuela no habrá revocatorio, la tiranía de allá seguirá siendo fuente de recursos y madriguera de nuestros próceres sediciosos. Porque el jefe de la guerrilla confesó, en la cuchipanda de La Habana, que Hugo Chávez es su comandante eterno. Porque los terroristas también ganaron el lenguaje, propiciando que las graves faltas de secuestro y narcotráfico sean catalogadas eufemísticamente como delito de rebelión. Porque ha prevalecido un afán loco de firmar a toda costa, lo que hace pensar en que debajo de todo esto yacen intenciones inconfesables, tanto de la izquierda como de la derecha. Y porque el país está sumido en la corrupción y desquiciado por los cuatro costados de la economía, la salud, la justicia y la educación.
Hubiera sido mejor una paz llena de dudas, una paz escéptica, que este espectáculo de aparente buena fe que enterneció a los jóvenes y llevó a muchos intelectuales a perder los estribos de la prudencia. ¿Cómo hicieron para digerir las reiteradas mentiras de las FARC, su ominoso pasado y su no desmentido propósito de acercarnos al paraíso bolivariano? Desconsolaba ver a eminentes profesionales y a gente de la cultura sin tomar las más mínimas precauciones democráticas frente a un enigmático tribunal de paz de cuyas entrañas puede perfectamente surgir un Frankenstein indomable. Porque, según los engatusados, las guerrillas colombianas están conformadas por patriotas idealistas, por demócratas integrales, y no por extorsionistas, secuestradores, narcotraficantes y terroristas impunes que nunca tuvieron piedad con la población civil. John Carlin, reputado periodista británico, llegó a decir que el “sí” era una traición a los muertos, pero el “no” era una traición a los vivos. Para los opositores, empero, esa elegante frase denotaba un falso paradigma porque, por un lado, las víctimas ya están resignadas y, por el otro, las generaciones futuras no saben lo que les espera. Santos lo concedió todo, quizás pensando más en el Nobel que en aplacar las incertidumbres de los ciudadanos. El Estado tenía 147 compromisos, las FARC solo 3. Una frase atribuida a Churchill decía: “El que se arrodilla para conseguir la paz se queda con la humillación y con la guerra”.
Al final, la derrota no fue del “sí” ni la victoria fue del “no”. El gran vencedor fue el así no…@xsaezll
