Hubo movimientos en las cárceles nicaragüenses. Un autobús trasladaba a más de 200 presos sin decirles nada, infligiéndoles los últimos terrores antes de llevarlos a su destino final. Un giro a la derecha les dejó saber que saldrían volando del país hacia un destino desconocido: “Van al destierro, pero van hacia la libertad”, decía Sergio Ramírez.
La dictadura Ortega-Murillo decidió liberar unilateralmente a 222 presos políticos. Dicen que es “un paso positivo”, “una decisión constructiva” ―desde Estados Unidos, que seguirán trabajando para mejorar las relaciones y los derechos humanos. Dijo el régimen, en el trayecto en avión hacia Washington de los “liberados”, que dejan de ser nicaragüenses. Ahora son apátridas, no son de ninguna parte.
Cuando un régimen llega este nivel de locura, hay que echarse a temblar. Nadie puede borrar, quitando un pasaporte o la cédula de identidad, las raíces: la memoria, la nicaraguanidad o panameñidad no se encierra en documentos, está albergada en la memoria de la tierra, en los olores de la infancia, en las cicatrices de la lucha. Cuando un régimen declara apátrida a uno solo de sus ciudadanos, ha entrado en la sinrazón.
Cuidémonos de la nostalgia del dictador, cuidémonos de creer que todo tiempo pasado y sus protagonistas fueron mejores, cuidado con creer que “más vale malo conocido”. La compleja situación en la que viven nuestros hermanos en Nicaragua debe ser un espejo y una alerta: que nada nos haga olvidar que allí se siguen pisoteando violentamente los derechos humanos.
“Al defender a Nicaragua, la causa de Nicaragua que es justa, estamos defendiendo muchas cosas”, decía Julio Cortázar en otro contexto, en 1983, pero sus palabras siguen vigentes contra los nuevos enemigos de la democracia nicaragüense, esos que ayer quisieron defenderla son los que envían apátridas a territorio del viejo enemigo, que ahora los acoge como si nunca hubiese pasado nada. Una paradoja en toda regla, pero así son las cosas en el mundo de la sin razón.