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Arraiján: entre decretos, perros y la insignificancia

El reciente caso del decreto que encendió la ira de toda la comunidad de Arraiján es un ejemplo puntual de la deteriorada realidad de la sociedad panameña. Si bien es cierto que la autoridad municipal hizo uso del poder arbitrario contradiciendo la normativa de otras instituciones y que los pobres perros terminaron pagando el plato roto, no es menos cierto que los ciudadanos de Arraiján parecen no tener claro sus deseos de un imaginario orientado a vivir en una comunidad con normas de convivencia pacífica.

Inicio mi reflexión con esta pregunta: ¿Los habitantes del sector oeste somos más felices que los moradores de hace 40 años atrás? El hecho de que hoy contemos con más residenciales de clase media, más centros comerciales, más autopistas, más corredores, más emprendimientos, etc. ¿Nos hace más felices? Creo que no. Este desencanto no es culpa del tranque ni de la modernidad, ni siquiera de la política.

En una comunidad no se puede gozar de una felicidad plena cuando hemos normalizado la anarquía. Una sociedad de juega vivo, de qué hay pa’ mí, de poco importa, de eso no es conmigo, de no es mi problema. Una región egoísta que literalmente es el Salvaje Oeste, despreocupada con el prójimo donde no me importa si mi stereo pasa los 100 decibeles y le usurpa la tranquilidad al vecino. Somos un distrito tan hipócrita que, de pronto, defendemos a los perros y gatos, pero los maltratamos con fuegos artificiales a cada rato y donde no puedes transitar por las calles sin ver a un animalito destripado, enfermo o abandonado

En su libro El ascenso de la insignificancia, Cornelius Castoriadis explica el concepto de imaginación radical que sirve para comprender la crisis contemporánea de la sociedad, especialmente en lo que se refiere a la pérdida de sentido y significado en todos los sectores de la sociedad.

Castoriadis acuñó, entre otros conceptos, el término imaginario social, el cual representa la concepción de figuras, formas e imágenes de aquello que los sujetos llamamos “realidad”, sentido común o racionalidad en una sociedad.

En Panamá Oeste, así como en el resto del país, estamos perdiendo el sentido y significado de nuestros imaginarios colectivos que nos hacían felices en medio de las contradicciones, la desigualdad y la pobreza. Hemos perdido el sentido común y hemos dejado gobernar la irracionalidad. Todo el universo que tiene que ver con nuestras narrativas, costumbres, creencias, mitos y esa realidad que los panameños interpretamos en el momento histórico que nos tocó vivir, lo estamos adulterando y corrompiendo con una conducta colectiva egoísta, despreocupada, apática, insolidaria, desorientada, sin referentes ni liderazgo, que solo puede producir tristeza y malestar.

Si bien es cierto que la política panameña está enferma, también están enfermas las instituciones, enfermo está el sector privado y enfermo está el cuerpo de la sociedad misma; hasta el destino ya está enfermo. La crisis se refleja, por ejemplo, en la falta de sensatez. Hay una carencia de sensatez terrible. ¿Por qué un gobierno local tiene la necesidad de establecer más de cien formas de multa para que la gente tenga un gramo de sensatez? Este es un indicador de que no tenemos la imaginación ni la creatividad para resolver problemas sencillos como comunidad, donde hasta escupir un chicle se convierte en un caos.

La crisis también se ve reflejada en la falta de comunicación de pensamiento. El pensamiento mediocre se ha mediatizado desde las redes sociales. La gente no piensa críticamente ni argumenta en las redes. Las peores y más infames opiniones, llenas de ignorancia gramatical, prejuicios e ignorancia se pueden leer en las redes. La gente pide cabildos y consulta ciudadana, pero no son capaces de escucharse y conversar para no terminar en insultos y gritos como suele pasar.

Octavio Tapia hace esta pregunta en su libro El panameño, entre el malestar, la despreocupación y esperanza: “¿Cuál sería el imaginario de un futuro mejor, que corresponda a su propia participación y a su sentido de pertenencia social? ¿qué tipo de “posibilidad” se encuentra en su capacidad de imaginar?” No tenemos la menor idea, porque el sentido de pertenencia ha desaparecido.

El imaginario social, nos dice María Albaitero, es la capacidad imaginante, un orden de sentido, una producción de significaciones colectivas que al ser producida se va transformando. Es un espacio constante de creación que permite a las personas ejercer su libertad y ser creativas. Aquí los espacios de creatividad y libertad son las cantinas y el parkin.

Mediante el imaginario social sabemos quiénes somos y qué papel debemos desempeñar en la sociedad. Sin embargo, la insignificancia, como dice Castoriadis, en una sociedad donde los valores y significados colectivos se han deteriorado y desmoronado, las personas quedan atrapadas en un estado de apatía y vacío existencial.

La “insignificancia”, no es una noción para hacer bromas. Debe tomarse en serio, porque en su importancia radica la crisis actual de las sociedades donde la capacidad de sostener significados que den sentido a la vida colectiva y personal, han quedado reducidos a lo insignificante, dice el filósofo.

Esta banalidad es el triste reflejo de lo que ocurre en Arraiján y, con seguridad, en el resto del país. No es culpa de un decreto. Sin sentido de pertenencia, sin un significado de lo que realmente importa y qué es bueno para mí y el otro, sin una ética del cuidado que nos cuide a todos, no vamos a mejorar como sociedad ni como país, aunque dejemos a los perros ladrar.

El autor es escritor.


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