Como médico, jamás podría contentarme por la muerte de un ser humano, por más impresentable que este haya sido en vida. Prefiero, en todo caso, desear que no hubiera nacido. Nunca he sido políticamente correcto porque esta actitud le da valor a la hipocresía. Fidel Castro fue un dictador nefasto, punto. Como también lo fueron otros tiranos fascistas o comunistas del pasado. En tema de derechos humanos, no hay cabida para sesgos de izquierda o derecha. La ideología nunca se ha aliado con la ética y, ante tal absolutismo, se pierde la objetividad. La mayoría de los escritores de antaño optó por el sendero literario menos complicado, ese que brinda imagen y aplauso fácil: defender a ciegas el discurso populista o antiimperialista que vocifera contra la pobreza y la desigualdad o arremete contra la opulencia y el individualismo. Los intelectuales modernos, empero, tienden a escoger el camino de la razón, aunque sea más complejo y poco inteligible para las sociedades pobremente educadas.
Desde una perspectiva sicológica, el rasgo más sobresaliente de la personalidad del líder cubano era su infinita locuacidad, usualmente despotricando por más de seis horas contra la hegemonía yanqui. Exhibía, además, una sorprendente capacidad para el trasnocho, pero siempre en torno a una conversación en la que él era el centro de las miradas y las atenciones. El legado de Fidel, según sus adeptos, es que su obra le llevó dignidad a los pueblos de América Latina y le dio lecciones de pundonor a Estados Unidos. Se olvidan mencionar, no obstante, que ese trillado machismo nacionalista fue a costa de sacrificar la libertad y bonanza de sus propios coterráneos. Nada es más preciado que poder vivir y prosperar en tu tierra natal. Tener que emigrar de tu país, superando toda clase de obstáculos, sufrimientos y riesgos, es fiel reflejo de un régimen déspota y represor. Matar a sublevados campesinos con sus propias manos, sin que su vida corriese peligro en ese instante, delata la mentalidad criminal del hirsuto guerrillero.
Otros seguidores destacan, siguiendo la línea del ditirambo, su labor en pro de la educación y la salud, sin decir que Cuba, desde antes de la revolución, ya era una nación aventajada en variados aspectos del desarrollo humano. Carlos J. Finlay, el más grande científico de la isla, deslumbró antes del período castrista. Antes de 1959, el país era el segundo menos analfabeta de la región latinoamericana. Me tocó, en par de ocasiones recientes, dictar conferencias de mi especialidad allá. Sus supuestos adelantos en ciencia me impresionaron artificialmente inflados. Los “extraordinarios” avances en fármacos o vacunas, cuando eran evaluados en el exterior, perdían resonancia en seguridad y eficacia. Por otro lado, es harto más fácil lograr buenos índices sanitarios en una población sumisa, cautiva, desprovista de inmigración, sin etnias indígenas, y sometida a que el incumplimiento de las normas de atención primaria tiene como consecuencia la pérdida de beneficios sociales. La educación, a mi juicio, es la semilla para alcanzar bienestar individual y aspirar a vivir con independencia y liquidez. Solo basta comparar la calidad social de la población cubana actual con la escandinava, la japonesa o la canadiense, por ejemplo. La primera repleta de carencias, con la miseria repartida equitativamente; las otras provistas de abundancias, con un homogéneo bienestar económico.
Se cumpla o no el vaticinio de Vargas Llosa en el sentido de que Fidel no será absuelto por la historia, y sin entrar en utopías sobre el mejor sistema de conducir a los pueblos, es un hecho que ningún individuo, por la simple razón de portar numerosas imperfecciones e insuficiencias, merece apoderarse del poder y ejercerlo omnímodamente con su familia hasta el fin de sus días. El asunto no se trata de modelos económicos sino de comportamientos humanos. Para unos la verborrea puede ser una virtud, para otros no es más que un rasgo de megalomanía y narcisismo; para unos el liderazgo de Castro fue una oda a la justicia social, para otros no es más que el reflejo de una personalidad tiránica que yacía mefistofélicamente tras una voz de turpial y gestos refinados que domesticaban a sus súbditos. Eso, sin contar, con los miles de torturados, desaparecidos, encarcelados o asesinados, tan solo por oponerse o disentir con las ideas dictatoriales. Tuve ganas de vomitar al leer los comentarios aduladores de los políticos izquierdistas locales en las redes sociales. Deben agradecer que en democracia sí hay libertad de expresión. Pero, como decía Kissinger: “El comunismo encuentra gran audiencia allí donde no gobierna”.
Daba pena ver el desfile de presidentes y personajes que se rindieron ante la figura mítica del barbudo de la Sierra Maestra. Allá fueron todos en actitud mendicante o humillada a congraciarse de cara a la galería, para intentar rebajar su talante burgués en busca de los mendrugos socialistas que a cada uno de ellos les podrían significar ciertas complacencias por parte de las izquierdas perfumadas de sus respectivas naciones. En el más puro y escatológico lenguaje popular, un hombre que expele gases nauseabundos y que defeca como los demás, no tiene ningún derecho a eternizarse en el poder. Y ese, aparte de sus otros múltiples desmanes, fue el principal exabrupto de Fidel. @xsaezll