El instrumento insignia de Trump y del trumpismo es el uso rampante de la desinformación. A la misma vez, con frecuencia sus seguidores y hasta sus detractores señalan que “no me importa lo que dice, sino lo que hace”, como si las palabras de un líder político no tuvieran consecuencias reales. Lo que dice sí importa, ya que enmarca el curso de las acciones a seguir. Prueba de ello es que los regímenes de tendencia o aspiración autoritaria buscan controlar la información para controlar las narrativas que, posteriormente, usan para implementar políticas.
Por ejemplo, está el discurso en Estados Unidos que demoniza a los inmigrantes indocumentados, como si éstos fueran más propensos a cometer crímenes que la población residente (no lo son) y representaran un lastre a su economía en lugar de una contribución a ella (es al revés). Esta actitud sólo hace más probable la búsqueda de medidas militaristas, punitivas y costosas, que de soluciones pragmáticas y humanitarias.
Desde diciembre, Panamá ha sido objeto de una embestida de desinformación de parte de Trump, amplificada por su equipo de gobierno y los medios más leales a él y consumida por un público norteamericano con poca o nula educación. Las falacias centrales –que China controla el Canal y que Panamá ha violado los términos del Tratado de Neutralidad– se desmienten fácilmente, pero eso no impide que la verdad no termine enterrada bajo las mentiras y la histeria colectiva.
Una campaña de tal magnitud puede perfectamente apantallar al poder legislativo norteamericano, el único con verdaderas posibilidades de hacerle contrapeso a la Casa Blanca. Esto quedó evidente en la audiencia convocada el 28 de enero por el Senador Ted Cruz –acérrimo lugarteniente de Trump– en la que enfatizó el sacrificio que significó para Estados Unidos la construcción exitosa del Canal, incluyendo las muertes y el costo financiero de US$400 millones, equivalente a 15 mil millones en 2025.
Nadie en Panamá cuestiona el papel fundamental de Estados Unidos en lograr un hito insólito. No obstante, Cruz convenientemente dejó por fuera que el Canal que existe hoy en día no es el mismo que el que su país le transfirió a Panamá en 1999. Estados Unidos construyó el Canal, pero su ampliación –de vital importancia para el comercio marítimo internacional– se hizo bajo administración panameña, a un costo nada despreciable de US$5,250 millones. De hecho, más ilustrativo que comparar los costos absolutos sería comparar cuánto representaron en términos relativos a la economía de cada país. Usando la misma cifra de Cruz y midiéndola contra el PIB norteamericano de 1914 –año en que se inauguró la vía interoceánica– vemos que la construcción del Canal original equivalió a 1.4% de su economía.
Por la misma lógica, si comparamos el costo para Panamá de la ampliación contra el PIB panameño de 2016 –año en que se inauguró el tercer juego de esclusas– vemos que el trabajo de ampliación representó 8.7% de nuestra economía. A lo financiero le podemos agregar la dimensión humana: la construcción del Canal a inicios del siglo XX no fue el producto de un solo país ni de dos, sino algo multinacional. Según los archivos de la Comisión del Canal Ístmico, 239 panameños y 350 norteamericanos murieron durante las excavaciones del periodo 1904-1914, a lo que hay que sumarle 167 colombianos, 427 españoles y más de 4.000 inmigrantes antillanos, en especial originarios de Barbados, Jamaica, Martinica y Guadalupe. El total asciende a 5,611 personas de todos los continentes.
Este es el tipo de datos que deben repetirse constantemente, tanto por nuestro servicio exterior como por los cabilderos contratados por el Gobierno, para ventilar el mensaje de Panamá a medios de comunicación tradicionales y novedosos. Tienen la ventaja de que son la verdad y, además, de que son sencillos de entender y de repetir. Probablemente no sería de mucha utilidad transmitírselos a Trump ni a Cruz, al ser contrarios a su narrativa preferida, sin embargo, nos corresponde encontrar interlocutores razonables y llegarle al público susceptible a la desinformación.
En días recientes Chrystia Freeland, exministra de finanzas canadiense, sugirió organizar una cumbre conjunta entre Canadá, México, Panamá, Dinamarca y la Unión Europea, para unificar mensajes en respuesta a las políticas proteccionistas anunciadas por el Gobierno de Estados Unidos. Es una buena idea que ojalá nuestro Gobierno busque llevar a cabo. Nos permitiría combatir las mentiras que amenazan las alianzas internacionales de las cuales Panamá depende.
El autor fue embajador de Panamá en Bélgica y ante la Unión Europea (2018-2019).
