Estimado señor presidente:
Le escribo desde el silencio rodeado de amigos que viven en las páginas de mis libros. Le escribo desde el tedio y el desencanto, desde una incertidumbre terrible que me consume por dentro; pero también le escribo desde una profunda esperanza y con una dosis de resiliencia que me ayuda a seguir resistiendo. Le escribo con respeto y el derecho de un ciudadano que cree en la libertad y la cultura, y por eso las defiende.
Señor presidente, las bibliotecas, desde la mítica Alejandría, han resistido al fuego y las pestes, a las guerras y al saqueo. Las bibliotecas son organismos que sobreviven en el tiempo. Tal vez porque, además de ser depositarias de la historia, son también instituciones nobles y solidarias que colaboran; amigas que acompañan a la humanidad en tiempos de crisis para curar heridas. Son sitios de convivencia ciudadana donde la comunidad encuentra la libertad a través del misterio de la verdad, la belleza de los libros y las gloriosas virtudes de la memoria.
Señor presidente, para que ilustremos los poderes del libro y las bibliotecas, fíjese que han desaparecido muchos inventos para conservar y reproducir la información, pero el libro, desde que un orfebre de Magucia llamado Johannes Gensfleisch, pero que todos conocemos como Gútenberg, inventó la imprenta, la forma del libro no ha desaparecido y sigue siendo el instrumento tecnológico con presencia omnisciente en las poderosas transformaciones de la humanidad y, como escribe Lucien Febvre en La aparición del libro, es “uno de los medios más poderosos de que haya podido disponer la civilización...”
Señor presidente, las bibliotecas lo necesitan y piden a gritos que usted, como máxima autoridad, les ayude a recuperar su infraestructura social primigenia, su capacidad de inclusión, diversidad y equidad. Que las ayude a vigorizar sus rincones acogedores y seguros, generadores de tolerancia, de empatía y resiliencia. Señor presidente, las bibliotecas son casas cívicas que protegen porque brindan bienestar a la comunidad sin distinción de ninguna clase; son, sin temor a equivocarme, los espacios más inclusivos, diversos y equitativos.
Señor presidente. Hombres como Aristóteles, Ptolomeo II, Marco Antonio, Alejandro Magno, el general Amr ibn al-As han quedado en la historia no solo por sus hazañas políticas sino por su amor y sensibilidad por las bibliotecas. Yo sé que usted no es un emperador que teme a los libros como Shin Huang Ti, que edificó la Gran Muralla China, y que mandó a destruir todos los libros anteriores a él, ni tampoco es un general como Simón Bolívar que dicen cabalgaba con su espada y un libro (se presume que era El Quijote); ni mucho menos el Gran Virsi de Persia, Abdul Kassem, que para no separarse de sus libros, los hacía llevar por una caravana de 300 camellos entrenados para moverse en orden alfabético, pero usted puede pasar a la historia como el mandatario panameño que rescató las bibliotecas públicas de su país.
Señor presidente. Hay muchas formas de destruir un libro y desaparecer la memoria de un pueblo. Seguro usted sabe que José de San Martín fundó la Biblioteca Nacional del Perú después de lograr la independencia del país y los primeros libros fueron los que donó de su biblioteca personal. Tiempo después, un triste 10 de mayo de 1943, un incendio acabara con más de 100 mil ejemplares de la biblioteca.
Señor presidente, escribe Fernando Báez en su libro, La destrucción cultural de Irak, que la primera destrucción de libros del siglo XXI ocurre en la cuna de la nación donde tuvo lugar la noción del libro en el año 3200 a.C. El fuego lo devoró todo: Enciclopedias árabes, textos originales de Las mil y una noches, los tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena, Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas del Sharif Husayn de La Meca, tablillas de arcilla de la civilización sumeria; incluso literatura sobre los yezidíes, una etnia extraña y antigua que manifiesta que Dios ya perdonó al demonio y que éste vive a su lado.
Sin embargo, señor presidente. Hay un enemigo de los libros que es peor que el fuego. La forma más indigna de destruir las bibliotecas es cuando se les abandona, dejando que el político mediocre y la negligencia pública las destruyan sin pudor como justo pasó con la biblioteca Mateo Iturralde de Colón o la del Instituto Nacional. Podemos comprender que una guerra convierte en cenizas los libros, pero destruirlos por la indiferencia, no tiene perdón alguno, ni de Dios.
Señor presidente, solo del 2002 al 2023 se han cerrado 25 bibliotecas en nuestro país, cuando deberían de haberse creado más. Lo más triste es que la Ley 331 de 2022, que regula las bibliotecas públicas de Panamá, que aún espera por su reglamentación, manifiesta que se promoverá el desarrollo de una sociedad lectora, pero, ¿cómo ocurrirá esto si somos un país que clausura bibliotecas al tiempo que nacen cantinas y casinos? Así no se construyen comunidades lectoras. Las bibliotecas son esenciales para el futuro, señor presidente.
Sin otro particular, señor presidente, hoy pude escribirle; mañana no sé si lo haré.
El autor es escritor.

