“¿Cuándo vas a escribir el libro?”
A veces, las historias se le aparecen a uno en sueños. Eso le ocurrió al antropólogo Stanley Heckadon Moreno, cuando el historiador Carlos Manuel Gasteazoro se le presentó una noche para hacerle una pregunta que sonaba más a mandato que a sugerencia: “¿Cuándo vas a escribir el libro?”. No era un libro cualquiera. Era el que contaría la vida y las cartas de Jenny C. White del Bal, una joven neoyorquina que llegó a Panamá en 1863 y registró con lucidez, sensibilidad y asombro los detalles de un país en transformación.
Heckadon, investigador del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, no pudo ignorar aquella visita. El sueño lo empujó a bucear en archivos familiares, a traducir y contextualizar las cartas de Jenny, y a reconstruir la historia de una mujer que vivió apenas cuatro años en el istmo, pero que dejó un retrato poderoso del siglo XIX panameño desde la mirada de una extranjera que, como dijo Heckadon con ternura, “lo reportó todo. Como si tuviera claro que su paso por Panamá no debía quedar en silencio”.
En ese momento, el istmo de Panamá vivía una transformación sin precedentes. Apenas en 1855 se había inaugurado el primer ferrocarril interoceánico del mundo, conectando las costas del Atlántico y el Pacífico. Esta vía férrea, construida por trabajadores de distintas nacionalidades bajo condiciones durísimas, se convirtió en ruta clave para miles de personas que cruzaban hacia California durante la fiebre del oro. Panamá era entonces un punto estratégico del comercio global y un hervidero de tensiones políticas, religiosas y sociales.

El resultado fue el libro La niña Jenny. Cartas de la neoyorquina Jenny C. White del Bal desde Santiago de Veraguas, Panamá: 1863-1867, una obra que no solo revive una historia de amor entre un veragüense y una pianista católica del Bronx, sino que ofrece una de las pocas voces femeninas extranjeras que documentó la vida cotidiana panameña en la era federal.
Jenny comenzó a escribir desde el camarote del Ocean Queen, el barco que la trajo al istmo en junio de 1863. Había zarpado desde Nueva York con su esposo, Bernardino del Bal, abogado veragüense recién graduado de Harvard. Ese mismo año, en los Estados Unidos, el presidente Abraham Lincoln lideraba la guerra civil contra los estados esclavistas del sur. Jenny y su familia eran profundamente católicos; ella había crecido cantando en latín, tocando el piano a los seis años y leyendo textos religiosos tres veces al día. En Nueva York, vivían en West Farms, una aldea que con el tiempo se integraría al Bronx. Su entorno estaba marcado por figuras como el juez James White, su papá, amigo de Lincoln y miembro de la Corte Superior del estado.

Mientras cruzaba el mar Caribe hacia Panamá, Jenny escribía sobre el mar en calma, la brisa perfecta y la emoción del viaje. El 3 de julio el Ocean Queen fondeó en Aspinwall (hoy Colón), una ciudad tropical con “una mezcla, por razón de negocios, de los distintos países, tan opuestos en modales y hábitos, como los norteamericanos y los españoles”.
Panamá, aún parte de los Estados Unidos de Colombia, era un país agitado. La Constitución de Rionegro, promulgada el 8 de mayo de 1863, había instaurado un régimen federal extremo. El general liberal Tomás Cipriano de Mosquera, convertido en presidente, cerró iglesias, encarceló al arzobispo de Bogotá y fue excomulgado por el papa Pío IX. Jenny comentaba con ironía que Mosquera se había erigido en jefe de la Iglesia “como el papa en Roma o la reina Victoria en Inglaterra”, solo que él era “el papa de todas las iglesias bajo su dominio”.

Desde su llegada a la ciudad de Panamá —a un Casco Antiguo que describía como “viejo y feo, con excepción de las iglesias”— Jenny comenzó a observar con curiosidad las costumbres locales. En la casona de la familia del Bal en San Felipe, se convirtió en cronista de la vida de la élite istmeña. Escribía sobre la siesta, los banquetes, las capillas privadas, los bailes de salón —incluida la redowa, una danza que, por su ritmo animado y el contacto físico entre las parejas, escandalizaba a algunas madres cuando sus hijas la bailaban—, los trajes de las mujeres negras y mestizas, los horarios, las supersticiones. Se integraba, pero también analizaba. Tocaba el piano y hablaba inglés, lo que en Santiago le granjeó una fama singular: “Baila, toca piano y habla inglés”.
En septiembre de 1863, emprendió un viaje desde Panamá a Natá —a donde llegó en una pequeña balandra que casi naufraga por el fuerte oleaje del Golfo de Parita—. Tuvieron que esperar la marea y soportar una noche a la intemperie antes de desembarcar. Desde allí, Jenny montó a caballo rumbo a Santiago de Veraguas, encabezando una caravana que avanzaba en fila india por lo estrecho del camino: ella y Bernardino al frente, seguidos por ocho mulas o caballos de equipaje. Fue la primera mujer norteamericana que pisó esas tierras. El diario The New York Times la despidió como “el ángel de Santiago”, una mujer que fundó sociedades religiosas, restauró iglesias y atendió a enfermos. Murió de lo que se sospecha fue una infección puerperal, aunque también se habló de fiebre amarilla. Un médico llegó a aplicarle dieciséis sanguijuelas en la cara, en un intento desesperado por aliviarla.

Hoy, gracias a Heckadon-Moreno, su voz resuena otra vez. El libro —de más de 300 páginas, con estudio introductorio del historiador Celestino Andrés Araúz— rescata ese legado como testimonio íntimo, político y cultural de un istmo agitado. Tal vez Carlos Manuel Gasteazoro tenía razón: algunas historias no pueden esperar.