Tengo confianza en que la preocupación por los impactos de la minería, que comparte un amplio segmento de la población, pueda contribuir a generar mayor conciencia ambiental o, idealmente, una “ciudadanía ecológica”. Todo el país se beneficiaría y podríamos comenzar a salir del subdesarrollo, como lo han hecho otras sociedades que verdaderamente valoran, cuidan y protegen su naturaleza.
Los efectos negativos de la minería sobre la salud humana y la biodiversidad han sido ampliamente expuestos. Sobre el particular, remito al lector al excelente artículo del doctor Pedro Ernesto Vargas, publicado en este diario el 17 de noviembre último.
Aunque las consecuencias son alarmantes, hay en nuestro medio subdesarrollado otras prácticas, hábitos, costumbres y rasgos culturales depredadores del ambiente, que causan enorme daño ecológico en detrimento de la salud, el bienestar y la sostenibilidad de la vida humana. Encabezan la lista, por supuesto, las denominadas “quemas de verano”.
A medida que avanza la sequía, el país arde de canto a canto. El Benemérito Cuerpo de Bomberos le tiene a esa práctica un nombre muy curioso: “incendios de masa vegetal”.
Para algunos, aquello es una gracia. Otros, incluyendo a funcionarios que deben combatir las quemas por constituir un delito ecológico castigable según el Código Penal, ni se inmutan.
Según los bomberos, la mayoría de estos fuegos son causados por negligencia humana o criminalidad. Ciertamente, hay algunos para quienes incendiar un herbazal es un pasatiempo legítimo.
Otros lo hacen como parte de su actividad agropecuaria. Muchos de ellos no tienen el cuidado necesario y el fuego se pasa a los predios vecinos, destruyendo lo que otro se ha empeñado en sembrar con fines productivos o de reforestación, sin que haya prevención, resarcimiento o sanción.
Los daños a la calidad del suelo y el aire, la pérdida de especies animales y vegetales, los perjuicios a las cuencas de los ríos y otras fuentes de agua, causados por las quemas, son incalculables. Para obtener una idea de su magnitud, cito una nota de prensa del Cuerpo de Bomberos (30 de diciembre de 2022):
“En la última década (2012-2022) se han registrado 16,099 incendios de masa vegetal, afectando una superficie total de 229,528.69 hectáreas, que incluye vegetación de bosque primario intervenido, bosque secundario, rastrojo, bosque de manglar, bosques plantados, vegetación inundable, gramíneas, cultivos agrícolas establecidos y potreros”.
Una actividad conexa, destructora del ambiente, es la deforestación. En el ámbito rural, aún se lleva a cabo la agricultura de tala y quema. Dicha práctica fue funcional in illo tempore, cuando la población del istmo era exigua y había poca o ninguna presión sobre la tierra.
La doctora Gloria Rudolf describe en detalle aquel método en La gente pobre de Panamá (2000), donde explica, además, las razones por las cuales hace décadas dejó de ser sostenible. Muchos agricultores, sin embargo, siguen implementándola, con consecuencias profundamente dañinas para la naturaleza.
Los campesinos de subsistencia no son los únicos que deforestan. La ganadería, el monocultivo a gran escala, la construcción de inmuebles e infraestructuras y la extracción de madera con fines comerciales también añaden a la devastación forestal.
En los bosques de Chepo y Darién abunda la extracción ilegal a cambio de las coimas para funcionarios y organismos de seguridad. Otras veces, la tala es “legal”, amparada en permisos otorgados por las propias comunidades indígenas, en detrimento de su bienestar.
Un informe del Instituto de Estudios Nacionales (IDEN) revela que, entre 2012 y 2022, 80 mil 528 hectáreas fueron deforestadas en Panamá: un promedio de 8 mil por año (La Universidad, 14 de julio de 2023). Los impactos son masivos: más calor, reducción de fauna y flora, merma de defensas contra desastres naturales, sedimentación y contaminación de ríos, lagos y humedales, menos producción de agua subterránea.
El efecto de la deforestación sobre la disponibilidad de agua para el consumo humano y para el canal es evidente. También lo es el aumento de riesgos por inundación, como consecuencia de la criminal destrucción de los manglares.
En el manejo de la basura, la falta de ciudadanía es la característica principal. Donde alcanza la vista hay desperdicios tirados, ya sea en las áreas urbanas, a orillas de las carreteras, en los ríos, playas y costas, en los campos y hasta en la selva darienita, ahora convertida en un enorme basurero gracias a la migración irregular, tan lucrativa para las bandas criminales colombianas, en contubernio con las “autoridades” de ese y este país.
El servicio de recolección de desperdicios en las áreas urbanas es altamente ineficiente. Está a cargo de personal muy básico, sin formación, que coimea a los clientes para llevarse la basura. Deja por fuera a mucha gente a la que le parece excelente idea tirar a los ríos los desechos que la Autoridad de Aseo no le recoge. Las toneladas de desperdicios que reciben nuestros degradados ríos es indicio de precariedad cultural y contribuye a explicar la escasez de agua en un país donde debería sobreabundar.
En la capital y los pueblos, los vertederos son una calamidad pública y notoria. No hay reciclaje de desechos excepto por los “piedreros” que rompen las bolsas y riegan los desperdicios en la vía pública buscando latas, botellas o cartones para revender.
Ante las evidentes insuficiencias del servicio, sería importante iniciar una iniciativa ciudadana masiva, tendiente a separar la basura en las casas y dar a cada categoría de desechos un destino sostenible. Este sería un buen punto de partida para promover la ciudadanía ecológica, una comunidad política compuesta por individuos que comparten valores ambientales.
Los ciudadanos ecológicos son conscientes de la necesidad de proteger el ecosistema. Están dispuestos a exigir dicha protección y, al mismo tiempo, “a hacer sacrificios en aras del medio ambiente y la sostenibilidad” (Vives Rego 2012). Qué bueno sería que la lucha contra la minería promoviera esta ciudadanía en Panamá para atender, de manera cívica y civilizada, nuestros graves problemas ecológicos.
El autor es politólogo e historiador, director de la maestría en asuntos internacionales en FSU, Panamá, y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá