La pasada semana me llegó a través de redes sociales un video que seguramente muchos de ustedes han visto. En él se observa al exministro de Gobierno, Milton Henríquez, abordando el metro para acudir a la inauguración de una nueva sede del Servicio Único de Emergencias.
Dicha imagen no resultaría destacable, ya que en el ejercicio de la función muchos integrantes de los gobiernos acuden a lugares públicos o utilizan servicios –muchas veces en la inauguración–, solo que en esas ocasiones se encuentran acompañados de custodios o cuentan con un dispositivo de seguridad.
En el caso del exministro, este se encuentra solo el día siguiente de haber dejado de ejercer como ministro de Estado y, al encontrarse con quien grabó el video –aparentemente un videoaficionado–, este le recalcó el hecho de no poseer dispositivo de seguridad alguno ni siquiera la compañía de guardaespaldas.
Este elemento me parece sumamente interesante, porque es un signo de tolerancia, apertura y convivencia, asociado a un mejor nivel de desarrollo. El hecho de que una figura pública, con un alto nivel de exposición como lo tuvo el exministro Henríquez, pueda caminar libremente y hacer uso de un servicio público, sin necesidad de un despliegue de seguridad, es un buen indicador de mejora en el nivel de seguridad. No son muchos los países latinoamericanos en los que una figura de gobierno –aunque esté fuera del ejercicio– puede circular con esa facilidad sin estar expuesta a agresiones, insultos e irrespeto. Generalmente, esas figuras suelen moverse en espacios privados y dotados de un elevado nivel de control en relación a la prevención de agresiones de cualquier tipo.
Pero de todos los elementos que pueden verse en el video, el que a mí más me llamó la atención se produjo al final, con la respuesta de Henríquez, cuando quien filma le recalca la ausencia de seguridad. Ante esa afirmación, su respuesta fue: “Ya no la necesito. Soy un ciudadano común y corriente”. En esa breve frase está contenido un concepto de enorme arraigo republicano, que es la idea de la vuelta al conglomerado social, como uno más.
La función pública es, sin duda, un enorme privilegio, y comporta muchas ventajas para quienes la ejercen. Pero una vez que ese servicio se termina, debe acabar de verdad. Finaliza lo malo, pero también lo bueno. El servidor público debe volver a ser uno más, un ciudadano común, aún a pesar de haber desempeñado altos cargos de gobierno. Los cargos en una democracia tienen principio y fin, y se encuentran marcados por los resultados electorales. El hecho de “haber sido”, ya no implica un valor en el ser actual. Los privilegios acaban con la renuncia, la destitución o la derrota electoral, para todos los ciudadanos.
Una democracia sana necesita de una república fuerte en la que los derechos de los ciudadanos se encuentren amparados por nuestras leyes, y estas no sean utilizadas como instrumentos para perpetuarse en el poder o pretender seguir obteniendo beneficios del Estado, cuando uno debe ser un ciudadano más, uno común y corriente.
