Estamos entrenados para no hablar sobre desigualdad. En un país que se jacta de “no estar con la derecha, tampoco con la izquierda”, los problemas de distribución de recursos, ingresos y riqueza se resuelven con tres Ave Marías, un billete de lotería o preservando la herencia de los abuelos. Es mejor eso a que te cataloguen de ñángara, chavista o castrista.
Este entrenamiento ocurre a nivel mundial y hasta en las profesiones que deberían estar liderando conversaciones sobre el tema. Por ejemplo, la mayoría de los economistas reconoce no tener respuestas a los problemas de distribución. Para algunos, los honestos, la economía solo sirve para explorar dinámicas de producción y consumo. Para otros, los perezosos, el problema de distribución se resuelve repitiendo como papagayos que el crecimiento económico es como una ola que levanta a todos los botes en la bahía. Esto significa que podemos atacar la desigualdad indirectamente con mejores escuelas (aunque muy pocos economistas se atrevan a decir que eso implicaría demoler el sistema educativo actual), promoviendo las grandes y pequeñas empresas por medio de reducción de impuestos y regulaciones, e impregnando a nuestros jóvenes de ese milagroso espíritu empresarial.
Las consecuencias de la más reciente aplicación de este perezoso abordaje económico son evidentes en Estados Unidos. Presidentes tanto de centro derecha como de centro izquierda han seguido las recomendaciones de estos economistas en los últimos 40 años y han reducido generosamente impuestos y regulaciones para las grandes compañías y el sistema financiero. Esto ha provocado un incremento en los niveles de desigualdad de riqueza, de 80.6 a 85.9 en los últimos 5 años (con 100 representando total desigualdad), según la revista Forbes y el último reporte del Foro Económico Mundial (FEM).
Esta desigualdad viene de la mano de un bajo crecimiento en su productividad laboral, crecimiento negativo de la mediana de salarios, la expectativa de vida más baja de todos los países catalogados como avanzados, y de políticos como Trump.
O sea, la recomendación perezosa de los economistas levanta a los yates de lujo y deja a los cayucos en el mismo lugar donde estaban. El efecto de esta pereza, que ya se ha convertido en negligencia, también se percibe a nivel local. El reporte del FEM clasifica a Panamá como uno de los países con mayor avance en crecimiento integrador. El FEM celebra nuestra inversión en infraestructura (durante el período Martinelli), prometedor crecimiento en productividad, buen acceso a la educación (aunque, también indica que es de baja calidad) y los bajos costos de abrir negocios.
Los medios de comunicación se limitaron a utilizar los titulares de este reporte como la noticia buena del día, sin aprovechar la decena de recomendaciones que se podrían sacar de los otros indicadores que el FEM nos regala. Por ejemplo, Panamá tiene un nivel de desigualdad de riqueza de 76.3, menor que el de Estados Unidos, pero que ha subido un 3.6% en los últimos cinco años. Mientras que nuestro nivel de desigualdad de ingresos disminuyó en un 0.8% en este mismo periodo, sigue siendo uno de los más altos del mundo. Y aún peor, nuestros programas de subsidio para enfrentar este problema no representan una buena inversión social. Cada balboa que invertimos en programas sociales produce 10 centavos de beneficios.
Hablar de soluciones a la desigualdad no implica lucha de clases. Pero sí requiere dejar la pereza y encontrar el coraje para exigirles a nuestros políticos que dejen de prometer lo imposible (cero corrupción, empleos para todos y congelación de precios). En su lugar, necesitamos que lideren cambios de leyes, instituciones y prácticas culturales que explícita e implícitamente reducen acceso al mercado, permiten comportamientos monopolísticos y crean incentivos para invertir riquezas para crear más riquezas y no para promover un crecimiento económico integrador.
El autor es economista y dramaturgo
