Todo indica que la faena por impedir la pérdida de los derechos y libertades obtenidas tras largas y esforzadas batallas, no acaba nunca. Aquellos que impulsan los retrocesos trabajan sin descanso y, según aseguran, lo hacen por designio divino.
En fin, que no hay tregua y que todos -especialmente las mujeres- debemos dormir con un ojo abierto para evitar despertar el día menos pensado viviendo en un universo distópico.
Una realidad que viven muchas mujeres en el planeta.
Allí están, por ejemplo, las mujeres de Afganistán, que empezaron a obtener libertades a partir de las primeras décadas del siglo XX, como consecuencia del proceso modernizador del islamismo tradicional impulsado por la monarquía. Así, las niñas empezaron a ir a la escuela, se incrementó la edad de las mujeres para el matrimonio y se prohibieron los matrimonios forzados. Un cambio radical para las afganas.
Claro que el proceso no fue lineal y, a partir de 1929, otro rey volvió a instaurar las prohibiciones, apoyado por grupos tradicionalistas y conservadores que, como aquí, allá y acullá, permanecen al acecho para impulsar el oscurantismo y el atraso.
A partir de 1933, el proceso generador de libertades para las mujeres volvió y, en 1964, las afganas obtuvieron el derecho al voto. Con el fin de la monarquía en 1973, las universidades se llenaron de mujeres y empezaron a ocupar cargos públicos. El proceso se profundizó durante la invasión rusa, pero en realidad el cambio solo se produjo en las ciudades. Las raíces culturales donde se fermenta la tradición continuaron en el mundo rural, haciendo posible la llegada del Talibán en 1996. El progreso alcanzado por las mujeres afganas llegó entonces a su fin.
Ahora, con los talibanes de regreso, las mujeres afganas vuelven a estar sometidas al horror. Pero habiendo conocido la libertad y el conocimiento, no se rinden y luchan por no caer completamente en el foso oscuro del fanatismo religioso. Desde aquí, mi solidaridad con ellas.
En realidad, la mujer ha sido la gran perdedora al imponerse en el mundo los dogmas de las religiones monoteístas, dando así sustento a la sociedad patriarcal.
La historia nos muestra una unidad monolítica entre patriarcado, religión y, por supuesto, cultura. Como en el caso de Afganistán, pero hay muchos otros ejemplos, los patrones culturales y las prácticas religiosas justifican las discriminaciones contra la mujer en muchos países.
Se trata de un tema de poder. Un poder que el patriarcado vestido de dogma religioso no quiere perder.
Para el catedrático español de teología Juan José Tamayo, “la imagen de Dios con atributos masculinos, da lugar al patriarcado religioso, que legitima el patriarcado político, cuyos planteamientos en materia de sexualidad, modelos de familias, identidades sexuales, teoría de género, opciones políticas, derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, acceso de éstas al sacerdocio, etc., siguen siendo represivos y patriarcales”.
Pues sí. Y justamente ese patriarcado con hondas raíces religiosas es el que está por lograr en Estados Unidos la derogación del trascendental precedente que significó el fallo Roe vs. Wade, que produjo una protección federal a las mujeres para ejercer el derecho al aborto.
Tal como afirmó el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en un comunicado, “el fallo se basa en una larga línea de precedentes que reconocen la enmienda 14 a la Constitución sobre el concepto de libertad personal... contra la interferencia de los gobiernos en las decisiones personales”. Y una de esas libertades, agrega, es el derecho de las mujeres a decidir.
Estoy consciente de que me estoy metiendo en aguas pantanosas en este país que celebra el día de la madre junto a la fiesta religiosa católica -la Inmaculada Concepción-, sin que a nadie se la haya ocurrido pensar en las madres panameñas que no son católicas; un país donde se impone la ley seca a todos durante las fiestas religiosas católicas; un país donde cada vez más vemos el poder de grupos religiosos -especialmente la ortodoxia católica y evangélicos- imponerse en temas tan importantes como la educación en salud sexual y reproductiva, provocando la indefensión de nuestros chicos más vulnerables.
En fin, un país donde una diputada se vuelve historiadora y expresa en el pleno legislativo y sin respeto por otras creencias, que su religión es la verdadera y que, en consecuencia, es buena no solo para ella, sino para todo Panamá.
Daría risa sino no fuera tan peligrosa. Como parte de la red de parlamentarios cristianos, ha impulsado más de una vez un proyecto de registro de los no nacidos. Se trata no solo de un trámite absurdo y doloroso, sino contrario a las reglas de la iglesia católica, que prohíbe bautizar y registrar a los no nacidos.
Entonces, ¿qué busca la diputada cristiana con este proyecto? Una mirada a lo que sucede con tantas mujeres -todas pobres, todas desvalidas, la mayoría violadas- en Centroamérica, nos da una pista. Hay que estar muy atentos; los retrocesos son posibles.
La autora es presidenta de la Fundación para el Desarrollo de la Libertad Ciudadana, Capítulo panameño de TI