Una de las ciudades más legendarias conmemora hoy su aniversario. En esta fecha, en el año 330 de la era cristiana, el emperador Constantino estableció la “Nueva Roma” en un sitio estratégico que durante centurias había servido como punto de encuentro entre oriente y occidente.
Aquella localidad, llamada Bizancio desde su fundación por colonizadores griegos procedentes de Megara, en el siglo séptimo antes de Cristo, formó parte de varias entidades políticas. Roma respetó su libertad asociada al imperio hasta que Bizancio apoyó la revuelta de Pescenio Níger contra el emperador Septimio Severo (personaje en la novela de Santiago Posteguillo, Yo, Julia). Tras la derrota de Pescenio, Severo arrasó la ciudad en el año 196 y la reconstruyó desde los escombros, dándole el nombre de Augusta Antonina.
Años más tarde, luego de vencer a su rival Licinio en el campo de Crisópolis (hoy, Uscudar, un sector de Estambul), el emperador Constantino trasladó su capital a la ciudad que, en adelante, sería conocida como Constantinopla: la “polis” (urbe) de Constantino. Así se la denominaría durante mil 600 años—desde 330 hasta 1930—cuando Estambul, el nombre que le dieron los turcos otomanos, reemplazaría, definitivamente, la designación anterior.
Por feliz circunstancia me encuentro hoy en esa ciudad, que muchos coinciden en señalar como una de las metrópolis más fascinantes del planeta. En The Silk Roads: A New History of the World, Peter Frankopan señala que Bizancio, primero y, luego, Constantinopla, fue el eslabón más notable de una ruta comercial que a lo largo de miles de kilómetros y durante cinco milenios vinculó a los extremos del planeta en circuitos comerciales, culturales y políticos que constituyen el eje de la historia universal.
Constantinopla, fundada como ciudad imperial, fue sede del imperio romano de oriente (también conocido como “bizantino”) durante más de mil años (330-1453) y del imperio otomano durante otros 470 (1453-1923). Además, a partir de la oficialización del cristianismo como religión del imperio, es sede del patriarcado ortodoxo (equivalente al papado romano).
También funcionó, entre 1204 y 1964, un patriarcado latino. Después de la conquista de la ciudad por los otomanos, se creó un califato mahometano, dignidad ejercida por el sultán de Constantinopla. El movimiento nacional turco derrocó el sultanato (1922), estableció la república (1923), abolió el califato (1924) y trasladó la capital a Ankara.
El referido sultanato tuvo, durante mucho tiempo, muy mala prensa en Occidente, en parte por la rivalidad entre el imperio otomano y las potencias europeas y, en parte, por su absolutismo. En cuanto a lo primero, desde Constantinopla, los otomanos lograron imponerse en el Mediterráneo oriental a principios de la edad moderna e incursionaron en Europa. No satisfechos con la captura de los Balcanes, siguieron anexando territorios hasta que fueron repelidos a las afueras de Viena (1683).
En cuanto al sistema de gobierno, el sultanato otomano radicado en Constantinopla fue, sin duda, un absolutismo que concentraba las funciones de gobierno (y la autoridad religiosa) en la persona del sultán. Un sistema hoy descalificado, pero que entonces no era inusual ni tan diferente al que imperó en varias capitales europeas—como Madrid, Berlín, San Petersburgo o Roma—en algunos casos, hasta el siglo XIX.
Aún así, el sultanato otomano era visto por intelectuales y filósofos occidentales como el régimen político de mayor degradación. Por ejemplo, en una carta al general Briceño (1817), el Libertador Bolívar le dice: “Ud. no está en Constantinopla”, para agregar: “Aquí no hay tiranos”, equiparando con la tiranía al gobierno de los sultanes.
En una epístola anterior (1815), presenta al sultanato como modelo de despotismo: “En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, kan, bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta es casi arbitrariamente ejecutada por los bajás, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia …”
Años después, el gran sociólogo alemán Max Weber tomaría prestado el término “sultán” para elaborar el concepto de “sultanismo”, un tipo de gobierno cuyo líder gobierna en forma totalmente arbitraria, sin apego alguno a la ley o a un código moral, con el exclusivo fin de satisfacer sus apetitos personales, incluyendo un desmedido afán de enriquecimiento. Esa, definitivamente, no es una descripción que le calza enteramente al sultanato otomano, un régimen que, entre otras características, se dedicó, a lo largo de los siglos, a promover la cultura, la educación y las artes, al igual que a realzar el paisaje urbano de Estambul.
Los panameños, que nos hemos creído a pie juntillas aquello de “puente del mundo, corazón del universo”, haríamos bien en estudiar la historia de esta fascinante ciudad. Frente a la milenaria Bizancio, nuestra capital fue fundada sobre el litoral pacífico americano tan solo 500 años atrás.
El comercio que fluyó por nuestra ruta interoceánica sirvió para enriquecer a mercaderes en el extranjero y unos cuantos afortunados en el istmo, pero rara vez se invirtió para promover la cultura, menos aún, la educación; ni siquiera para construir edificaciones o monumentos públicos de contenido arquitectónico o valor estético. Solo en los primeros años de la república hubo un esfuerzo oficial por impulsar la instrucción pública y erigir instalaciones públicas con algún atractivo o entidad.
Bolívar tenía un concepto muy claro de la importancia histórica de Constantinopla y del potencial de Panamá para desarrollarse como un centro comercial de relevancia mundial. Los panameños mínimamente cultos tenemos siempre presente lo que al respecto de nuestro istmo apuntó en la Carta de Jamaica (1815): “¡Acaso solo allí”—en Panamá—”podrá fijarse algún día la capital de la tierra, como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio.”
Mientras sigamos permitiendo que nuestra capital y nuestro país sean desgobernados según criterios particularistas, indiferentes a nuestro potencial de desarrollo, el sueño de Bolívar seguirá siendo una quimera.
El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá
