Cuando fui lobato en el grupo 5 de la Escuela Primaria Don Bosco, aprendí “La Ley de la Manada”, que por su profunda sencillez me sigue acompañando hasta hoy. Son dos sencillos artículos: el primero: “El lobato escucha y obedece al viejo lobo” y, el segundo: “El lobato se vence a sí mismo”.
Llevamos un buen tiempo buscando fuera de nosotros al enemigo. Creemos que nos hace falta alguien a quien culpar y a quien atacar para desfogar nuestra responsabilidad última sobre las decisiones que tomamos. El enemigo más importante al que debemos vencer es a nosotros mismos. No es el extranjero, ni el que piensa distinto, somos nosotros y nuestra incapacidad de reconocernos si no es en contraste (en contra, muchas veces) con otro.
Nadie escucha. Los sabios, nuestros mayores, son más una molestia y un peso del que nos queremos deshacer: son una conciencia molesta que no queremos escuchar. Y no se trata de que todo tiempo pasado fue mejor, se trata de que la experiencia es mucho más importante que ser diablo y eso se nos olvida. Queremos a nuestros mayores, pero los queremos callados, que no apelen a nuestra conciencia, que no nos desbaraten el sueño.
En esta época de inmediatez irreflexiva en la que todo es instantáneo, no hay lugar para la renuncia, que siempre se asume como un fracaso. Nos han vendido la idea de que la autocomplacencia es libertad aunque implique la destrucción del otro, total, ya le hemos nombrado nuestro enemigo y responsable de nuestro mal. Vencernos, decirnos que no, no es una opción.
La construcción del enemigo solo beneficia al sistema, que aprovecha nuestra desunión para someternos. Nadie se mueve esperando que el otro se mueva primero, señalando al enemigo construido, obviando que en ese río revuelto son otros, más arriba, los que pescan para su beneficio. “Trata a los demás como quieres que te traten”, dicen los mayores, pero nosotros no hacemos caso.
El autor es escritor