En política, morar en cosas pasadas está fuera de lo razonable, pero sí es imperativo examinar cuidadosamente lo que el pasado dejó plasmado en el hoy. Una primera conclusión sería que las dos décadas de tiranía de los militares y sus aliados políticos, los errores cometidos durante la instauración democrática, la delincuencia institucionalizada, los abusos de poder de los diputados y la incapacidad en el manejo de la cosa pública nos han traído a este callejón, con la indiferencia o complicidad de segmentos importantes de la sociedad.
Ahora, concluidas las alianzas que probablemente serán concursantes en las elecciones del próximo año, nos toca escoger con cuál podremos iniciar la construcción de un Estado de derecho que lo contemple todo en forma integrada. Significa que el próximo gobierno no podrá ser uno más del montón: tendrá la onerosa responsabilidad de conciliar las aspiraciones e intereses de todos en la idea de nación, en la concepción del orden de convivencia, en la planificación económica y fiscal, en políticas públicas envolventes y en la defensa abnegada de los valores necesarios para el desarrollo, bienestar, orden y seguridad de nuestra población. Esta será una labranza dolorosa y habrá de comprometer a administraciones sucesivas con trabajo estructural y cultural.
Pinta difícil esto, pero veo una nota prometedora en planteamientos hechos por dirigentes jóvenes y bien preparados de la sociedad civil. Este despertar muestra madurez cívica y racionalidad, añadiendo sensatez al propósito de desarrollo social. No obstante, en algunos sectores sigue siendo notoria la falta de comprensión de que la política es la práctica arreglada de relaciones de poder. Siendo así, sus prejuicios y posiciones extremosas o personalistas afectan los planes envolventes, propiciando que sigan abiertas las heridas sociales.
Como sucede cada cinco años, abundan los discursos confusos e imprecisos que sugieren que una casa se puede construir comenzando por el tejado. La situación actual nos ha puesto a escoger entre la ilusión de lo óptimo, la exigencia intransigente y la realidad de lo pésimo. Obviamente, ya se consumió el espacio para espejismos, y por eso considero que movimientos fuertes y continuados para redimir la Asamblea Nacional son acciones correctas. No hacer nada es seguir arrojando al infortunio el resultado general de las elecciones. Creo firmemente que esto conduce a inestabilidad política, jurídica, económica y social, y es traición a la patria. Está más que probado que, como establece el dicho, no hay suerte más dura que un incapaz, rufián o corrupto puesto en altura.
La vida de la sociedad, dictaba un filósofo que he citado muchas veces, no puede ser tratada con una cuadrícula inflexible; en consecuencia, las diferencias de opinión no son óbice para iniciar acciones concretas en procura del rescate de la nación. Toda movilización depende de estímulos y tiempos diversos, y lo que se quiere es asentar la sociedad sobre un verdadero Estado de derecho y no subyugarla a un supuesto redentor.
Lo único que nos queda, como he denunciado antes, es acabar colectivamente con el predominio de quienes se nutren de los que no tienen ni opinión ni juicio crítico y de las gentes disminuidas por la pobreza o fragilidad de su condición social.
Pero el tal rescate necesita una readecuación de las estrategias y de la toma de conciencia del importante rol que deben jugar ciertos grupos de la sociedad civil, incluyendo los sindicales, en el proceso de consolidación de todos, tanto en la economía como en el desarrollo social del panameño. Lo pongo así, porque el recurso de medios violentos -que carecen de razón- para consolidar beneficios propios, jamás integrará socialmente a los sectores marginados que todos aluden representar. El efecto es negativo, y conducirá al desgaste y menosprecio de sus actores.
Este no es un país de ciudadanos empleados con contratos estables; ahora importa más atender las necesidades de los informales y demás desempleados, de las nuevas generaciones y de los jubilados. La inacción o acción destructiva perjudica la competitividad de las empresas, frena la creación de empleo, obliga al ajuste de planillas e incrementa la carga social del Estado. El resultado es, a todas luces, indeseable.
Requerimos bases sólidas que sólo se encontrarán en una valoración recíproca que permita un desarrollo compartido. Es una perspectiva; por lo pronto, un camino abierto.
Llegó la hora de participar como marca el deber. Sabemos que la vida política produce heridas y deja cicatrices ocultas y visibles; pero igual sucede con las vidas profesionales, familiares y sociales, que son versiones variadas de los campos de batalla de los seres humanos. Entonces, entendamos que la cicatrización es señal buena; es reparación de una herida y nos permite regenerar nuestras fuerzas con sentido y más ancha visión.
El autor fue embajador ante Naciones Unidas