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Corrupción en Panamá: entre el poder y la impunidad

Es indispensable reconocer que, como panameños, hemos hecho esfuerzos por avanzar a pesar de nuestros errores y desaciertos en la vida democrática. Sin embargo, también hemos experimentado retrocesos en términos de institucionalidad, lo cual refleja, en muchos casos, la desigualdad existente en nuestra sociedad.

El principal problema, más allá de tantos otros que enfrentamos, es la corrupción. Este tema no es nuevo: es nuestro principal mal endémico como sociedad. Lamentablemente, es como una enfermedad grave: imposibilita pensar en otra cosa que no sea el daño que está causando.

La sociedad panameña se ha acostumbrado de manera inadecuada a la impunidad persistente. Aunque existen algunos casos aislados de castigo y ciertos avances judiciales, la impunidad sigue siendo un problema grave, especialmente en los casos de corrupción de alto nivel. En ocasiones, la impunidad se confunde con inmunidad por parte de los funcionarios políticos de turno. Este problema se agrava cuando los delitos de cuello blanco resultan inmunes, mientras que otros menores, como el robo de huevos de tortuga o iguana, terminan con largas penas de prisión.

La corrupción erosiona las instituciones democráticas y debilita la confianza pública. Muchos panameños prefieren que los recursos se destinen a instituciones que consideran más eficaces, dado el escepticismo generalizado sobre la capacidad de castigar a los corruptos. La corrupción atraviesa distintas instituciones y favorece intereses particulares en detrimento del bienestar común.

No solo permite que el crimen organizado opere impunemente: también lo alimenta. Panamá debe alinearse con países latinoamericanos que han mejorado sus índices anticorrupción, como Uruguay y Chile. En las listas internacionales, Costa Rica es percibido como menos corrupto que Panamá. En Europa, Dinamarca, Suiza y los Países Bajos son considerados los más transparentes, según los Índices de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Actualmente, Panamá ocupa la posición 33, lo que indica un retroceso.

Aunque cueste admitirlo, la mentalidad del “juega vivo” ha contribuido a la percepción —y realidad— de que la corrupción institucional va en aumento. Escándalos reiterados exaltan al político popular, en vez de exigirle integridad, y revelan la urgencia de reformas estructurales. Factores como la inflación y el desempleo refuerzan la idea de que las prácticas corruptas son necesarias para sobrevivir, lo cual refleja fallas profundas en nuestra cultura cívica.

La participación ciudadana es esencial en esta lucha. Debe ser vista como un respaldo a la institucionalidad, no como una amenaza. La ciudadanía actúa como vigilante, promotora de la transparencia y garante de que las irregularidades sean denunciadas. También impulsa reformas legales —como leyes anticorrupción y protección de denunciantes— y trabaja con comunidades locales. Es una herramienta clave para lograr un cambio cultural.

Los delitos de corrupción, y los relacionados, no deben prescribir. Además, no debería permitirse que una persona implicada vuelva a ocupar cargos públicos. La herramienta principal contra la corrupción es la efectividad institucional, que exige independencia y equilibrio entre poderes. Desde la era posinvasión, ningún político de alta jerarquía ha sido condenado por sus actos. Para fortalecer el Estado de derecho, es fundamental que rindan cuentas ante la justicia.

La lucha contra la corrupción debe ser integral. No basta con promover leyes de acceso a la información pública: debe garantizarse su cumplimiento. La falta de entrega o la entrega incompleta de información debe conllevar sanciones severas. La solicitud de datos debe ser sencilla, sin excesivas formalidades. Y la información entregada debe estar disponible de manera ágil y clara.

Seguimos fallando en fortalecer las instituciones encargadas de impartir justicia y fiscalizar el uso del poder. Los tribunales, las comisiones independientes y las auditorías requieren apoyo real. No deben ser vistas como instrumentos de persecución política, sino como mecanismos para proteger la democracia. En Panamá, las acciones anticorrupción aún se perciben como excepcionales. Deben convertirse en la norma.

Un aspecto crucial es la formación de valores desde la niñez. Debemos combatir el “juega vivo” con educación, conciencia y ejemplo. Cada vez que alguien se salta la fila, usa una conexión para obtener favores indebidos o incurre en clientelismo, no solo falla como individuo, sino como referente para las nuevas generaciones. Ese comportamiento perpetúa el deterioro social.

También es necesario aprovechar la tecnología y la digitalización institucional. Estas herramientas pueden reducir la burocracia, agilizar procesos y dejar registros verificables. El uso reducido de papel, además de ser ecológico, fortalece el control y la trazabilidad de la gestión pública, limita las presiones externas y permite mayor fiscalización ciudadana.

El autor es abogado.


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