Las ciudades nunca paran de crecer. Cada día, más personas llegan buscando oportunidades y queriendo mejorar su futuro. La urbanización nos ha dado muchísimo: comunidad, innovación y conexión. Nos ha quitado bosques, aire limpio y lugares donde la naturaleza crecía en libertad. Este equilibrio entre desarrollo y conservación representa el dilema más importante que enfrentamos como sociedad moderna.
En medio de tanto desarrollo, levantamos una carretera mientras la huella en la naturaleza es difícil de borrar. Perdemos de vista la construcción de nuestro propio futuro y destruimos el presente. Si seguimos avanzando sin pensar en las consecuencias, el daño será irreversible. Y lo peor es que lo estamos permitiendo. Cada decisión de planificación urbana que ignora la sostenibilidad profundiza nuestra deuda con el planeta.
Hoy, las ciudades consumen más de la mitad de los recursos del planeta y generan el 70% de las emisiones contaminantes, según datos de ONU-Hábitat. Cada árbol que cae, cada metro de concreto sin planificación nos acerca a un punto sin retorno. A este ritmo, miles de especies perderán su hogar antes de que termine el siglo. La biodiversidad, que tomó millones de años en evolucionar, se está perdiendo a un ritmo sin precedentes.
¿Realmente queremos seguir este camino? Esta es la factura ambiental que nadie quiere pagar, pero que estamos acumulando.
No se trata solo de números. Son ríos que desaparecen, suelos que dejan de dar vida y climas que cambian. Cuando el impacto ambiental altera nuestra forma de vivir, se manifiesta en comunidades desplazadas, acceso limitado al agua potable y olas de calor que afectan la salud. Las poblaciones más vulnerables siempre son las primeras en sufrir las consecuencias, aunque hayan contribuido menos al problema. Es una crisis que nos afecta a todos, sin importar dónde estemos.
Panamá se encuentra en la línea de fuego si no enfrentamos esta crisis. El crecimiento acelerado ha demandado más recursos, resultando en deforestación y presión sobre los ecosistemas. Gardi Sugdub es un claro ejemplo: en 2024, alrededor de 1,200 personas de la comunidad guna iniciaron su reubicación en Tierra Firme debido al aumento del nivel del mar y la falta de espacio en la isla. Aunque su hogar ancestral sigue en pie, las condiciones ya no les permiten seguir viviendo allí. Su historia es un presagio de lo que podría ocurrir en otras regiones costeras si no actuamos.
La comunidad de Playón Chico, en la comarca Guna Yala, enfrenta desafíos similares. Según un estudio del Instituto Smithsonian, más del 60% de sus tierras costeras han sufrido erosión severa en la última década. Sus habitantes han visto cómo cada año el mar se acerca más a sus viviendas, mientras la pesca, su principal sustento, disminuye debido a la degradación de los arrecifes. Estas comunidades, con siglos de historia y cultura, se convierten en los primeros refugiados climáticos de nuestro país.
Las recientes declaraciones del presidente, reconociendo el problema de los desechos, estuvieron acompañadas de una visita al relleno sanitario de Cerro Patacón, donde se instruyó la optimización de procesos y se asignaron fondos para mejoras. Asimismo, la ONU ha constatado el impacto negativo en la biodiversidad por la crisis migratoria en el Darién. Estas respuestas institucionales, aunque necesarias, resultan insuficientes ante la magnitud del desafío que enfrentamos.
Debemos comprender que la urbanización debe ser un proceso con planeación cuidadosa. Necesitamos ciudades con más espacios verdes que brinden respiro a la biodiversidad, infraestructuras sostenibles que trabajen con la naturaleza, sistemas que reutilicen el agua y reduzcan inundaciones, y metodologías de transporte eficiente. La economía circular y las tecnologías limpias no son lujos, sino necesidades urgentes para nuestro futuro colectivo.
Ya no podemos seguir mirando hacia otro lado. Las acciones no pueden esperar más. Si no tomamos decisiones correctas, las consecuencias serán irreversibles. La verdadera pregunta no es si somos capaces de cambiar, sino si realmente estamos dispuestos a hacerlo. El futuro no solo se construye con edificios y carreteras, sino con la audacia de decidir qué acciones tomamos y cuáles decidimos dejar atrás. Nuestra generación tiene la responsabilidad histórica de encontrar el equilibrio entre progreso y preservación que las futuras generaciones merecen heredar.
La autora forma parte de Jóvenes Unidos por la Educación.