Tras terminar mis materias en la Universidad de los Andes, me preparé para viajar a El Islote, en las islas de San Bernardo, a 60 millas náuticas al oeste de Cartagena, donde iniciaría mi trabajo de campo para la tesis de licenciatura. En aquel entonces, los antropólogos no solían interesarse por los pescadores; más bien estudiaban temas como la arqueología, la lingüística y la mitología. Patrice Bidou, etnólogo francés, me obsequió dos magníficas bolsas impermeables flotantes. En la grande guardé ropa, mosquitero, manta, colchón inflable, linterna y medicamentos. En la pequeña puse mi cámara Kowa, comprada en la 5 de Mayo, junto con rollos de película y mi libreta de notas.
Como mi préstamo del IFARHU no cubría los gastos del trabajo de campo, llevaba mi arpón, máscara y chapaletas Arbalette para pescar en el mar y vender el pescado a los compradores. Este equipo me lo había enviado desde California mi compañero universitario Donald Skillman.
Desde Bogotá volé a Cartagena, donde Blas López, compañero de la universidad, me alojó en su casa en el barrio de Manga. Su padre tenía un reconocido taller de mecánica. A diario debía ir a La Malla, el mercado de pescadores, para averiguar si alguna lancha viajaba a las islas. Al no encontrar ninguna, tomé un bus hasta Sincelejo, capital del departamento de Sucre y cuna de los famosos Corraleros de Majagual. Desde allí, un pequeño bus me llevó hasta Tolú, un pintoresco pueblo costero, epicentro del Golfo de Morrosquillo. Ahora estaba más cerca de El Islote, pero aún me quedaba camino por recorrer.
La familia Barragán me alojó gratuitamente en un pequeño cuarto de su hotel La Plata. Gracias a Catalino, el hijo mayor, supe que una compradora de pescado viajaría a las islas y accedió a llevarme en su cayuco, una embarcación fabricada por los kunas de San Blas y bautizada “La María Palito”. Utilizaba un curioso motor fuera de borda inglés, marca Seagull, que aunque lento, era capaz de mover grandes cargas, como las enormes neveras de madera llenas de hielo. La borda del cayuco apenas sobresalía unas cuantas pulgadas sobre el agua.
El motorista, Federman, era una verdadera enciclopedia de la música costeña y un gran bailarín. Me contó que había sido parte de un ballet folclórico en Cartagena y criticaba la forma de bailar de todo el mundo, asegurando que su fama se extendía por toda la costa.
Zarpamos al amanecer y, al anochecer, atracamos en el puerto de El Islote, frente a la placita de la Santa Cruz. El puerto estaba repleto de cayucos, pero no se veía gente. Solo se escuchaban los acordes del acordeón, los tambores y las guacharacas provenientes de una fiesta amenizada por un “picó”, un tocadiscos portátil impulsado por un motor de gasolina, traído desde la población de Verrugas, en tierra firme.

De repente, el “picó” se apagó y se desataron gritos, lamentos y llantos. Algo grave había ocurrido. Un gentío apareció en la placita cargando a un joven gravemente herido. Al verme desembarcar, un pescador gritó: “¡Ahí viene el doctor!”. En ese momento recordé la costumbre colombiana de llamar “doctor” a cualquiera que hubiese pisado una universidad.
El herido se había dado un hachazo en el pie mientras cortaba leña por orden de su madre. Como todos los hombres de la isla, llevaba tres días celebrando las fiestas patronales de la Santa Cruz, bebiendo ron Tres Esquinas y bailando.
Las mujeres que me rodeaban clamaban: “¡Doctor, haga algo!”. Al ver la sangre brotar, casi me desmayo. Desesperado, saqué de mi bolsa unas curitas, algodón, agua oxigenada, polvos de penicilina y esparadrapo. Pero, dado mi nulo conocimiento médico, el paciente siguió sangrando. Se hizo un profundo silencio hasta que alguien preguntó: “Bueno, y usted, ¿qué clase de doctor es?”.
Cuando les respondí que era estudiante de antropología, alguien exclamó: “¡Entonces usted es un doctor de mentira!”. Acto seguido, se llevaron al herido a casa de Francisco Salas, el único curandero de las islas. Este le dio un trago de ron, le lavó la herida con querosén y lo cosió con unas viejas y oxidadas agujas quirúrgicas. Lo único útil de mi equipo fue la linterna con la que iluminé la “operación”. A los pocos días, el joven ya caminaba y salía a pescar.
En un instante, este universitario de una prestigiosa universidad bogotana perdió su estatus en la comunidad que estudiaría durante los próximos tres meses. Recuperar mi prestigio me tomó muchas semanas, hasta que ocurrió el incidente con la gran sarda, un tiburón tigre.