Lo que comenzó como un juego viral terminó poniendo en jaque a una de las compañías tecnológicas más poderosas del mundo. Hace unas semanas, la nueva función de generación de imágenes de ChatGPT, impulsada por el modelo GPT-4o, desató una fiebre global por transformar cualquier cosa al estilo visual de Studio Ghibli. Animales, selfies, eventos históricos, incluso políticos y celebridades, todos convertidos en personajes dignos de Mi vecino Totoro. Lo que pocos imaginaron es que esta tendencia aparentemente inocente tendría un efecto directo sobre los sistemas que sostienen esa tecnología: según palabras del propio CEO de OpenAI, Sam Altman, las GPUs de la compañía estaban “derritiéndose” por la demanda masiva, obligando a la empresa a imponer límites temporales al uso de la herramienta .
Pero más allá de la narrativa oficial, es imposible no hacerse algunas preguntas incómodas. ¿Realmente fue solo una crisis técnica? ¿O esta tendencia viral fue también una oportunidad perfectamente aprovechada para empujar a más personas a pagar una suscripción? La limitación impuesta por OpenAI afectó principalmente a los usuarios de la versión gratuita de ChatGPT, mientras que los suscriptores pagos mantuvieron su acceso preferencial. ¿Cuántos usuarios, atraídos por la moda de las imágenes estilo Ghibli, habrán decidido suscribirse solo para seguir jugando con la herramienta? No hay cifras oficiales, pero es evidente que el fenómeno fue un imán para captar usuarios dispuestos a pagar por algo que, hasta hace poco, era gratuito.
Esta dinámica deja entrever un patrón que ya hemos visto antes en la industria tecnológica: un pico de popularidad, una aparente saturación de recursos y, casualmente, una solución inmediata que pasa por pagar una suscripción. Si bien es cierto que la generación de imágenes consume una cantidad descomunal de poder computacional, también es legítimo cuestionar si esta “sobrecarga” no fue, en parte, una estrategia comercial encubierta para acelerar la monetización de un producto que necesita justificar sus enormes costos operativos.
Y por si fuera poco, el caso Ghibli vuelve a encender un debate que la industria creativa viene señalando hace tiempo: el uso de estilos artísticos protegidos por derechos de autor en modelos de inteligencia artificial. No es ningún secreto que OpenAI y otras compañías han entrenado sus sistemas con conjuntos de datos gigantescos, muchos de ellos alimentados por obras de artistas vivos y fallecidos, sin su autorización. En este caso, el uso masivo del estilo Studio Ghibli tiene un matiz aún más polémico, considerando que Hayao Miyazaki, cofundador del estudio y crítico feroz de la inteligencia artificial, ha manifestado abiertamente que considera estas tecnologías “un insulto a la vida misma” . OpenAI intentó cubrirse introduciendo filtros para evitar replicar el estilo de artistas vivos, pero eso no impidió que la esencia Ghibli fuera replicada miles de veces, sin compensación ni autorización.
Este episodio es un reflejo perfecto de cómo la tecnología avanza más rápido que la capacidad de regularla o entender sus consecuencias. Una simple moda en redes sociales fue suficiente para tensar los límites técnicos, éticos y comerciales de uno de los gigantes de la inteligencia artificial. Quizás, más allá de la estética encantadora de los memes estilo Ghibli, la verdadera pregunta que deberíamos hacernos es quién controla estas tendencias, quién se beneficia de ellas y si estamos siendo, una vez más, los usuarios y los creadores, peones en un tablero de ajedrez diseñado para que siempre ganen los mismos.
El autor es especialista en inteligencia artificial.