El día 28 de mayo del año en curso, por invitación del decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Panamá y del director del Departamento de Derecho Privado, dicté una conferencia que, intencionalmente, titulé “Hacia un fundamento racional y moral para el derecho”.
Escogí este tema porque, como se verá, el derecho, universalmente considerado, descansa no pocas veces sobre principios realmente irracionales que, a su vez, facilitan un ejercicio de la abogacía contrario a la moral.
Ese día de la conferencia mencionada inicié mi disertación con las palabras que siguen: “Mucho lamento tener que empezar mi disertación con una mala noticia: entre todos los profesionales del mundo que ejercen las distintas profesiones conocidas a la fecha, médicos, veterinarios, agrónomos, ingenieros y otros, los más desprestigiados somos los abogados. Contra mis deseos, les tengo otra noticia, pero esta aún peor: la pésima opinión que se tiene del abogado no solo es universal, sino también fundada”.
Seguidamente intenté una disección del tema separando lo que el derecho tiene de irracional, de lo que el derecho tiene de inmoral. Naturalmente, todo lo que expresé en la conferencia comentada tenía el propósito no solo de llamar la atención sobre una realidad profesional lamentable, sino principalmente corregir las deficiencias observadas a fin de dar al derecho y a la profesión de abogado la dignidad y prestigio que merecen.
Ilustré lo dicho con ejemplos como los siguientes: en ninguna otra disciplina lo secundario es más importante que lo principal. En el derecho, con demasiada frecuencia, lo secundario es más importante que lo principal. Tal es el caso, por ejemplo, cuando el proceso interfiere con la justicia e impide que esta se exprese. En ninguna otra disciplina la forma es más importante que el fondo. En el derecho, desafortunadamente sí.
En las otras disciplinas no es común que los profesionales de esos oficios cambien sus diagnósticos por dinero. En el derecho, desafortunadamente esto es común.
Entre los factores que contribuyen a desprestigiar al derecho y a la abogacía en Panamá está el uso y el abuso del denominado principio del debido proceso, elevado por muchos abogados, jueces y fiscales en una suerte de deidad, en una nueva divinidad. El uso y abuso del debido proceso ha resultado tan rentable que sus usuarios bien podrían llamarlo el divino proceso, por los milagros que han conseguido judicialmente a favor de delincuentes de cuello blanco y de cualesquiera otros colores.
Detrás de este culto al debido proceso no hay otro interés que el de extinguir la acción, bien civil o bien penal, que pesa sobre el cliente, o de cualquiera otra forma de exonerar al cliente de la responsabilidad civil o penal que pesa sobre él.
El supuesto e interesado culto al proceso funciona, de hecho, como una simple cortina de humo producida para confundir a la sociedad y, principalmente, al juzgador y conseguir la absolución de su defendido. Para el solo efecto de dilación del caso con vistas a obtener la prescripción de la acción penal, son clásicos el uso y abuso de los certificados de salud, el uso y abuso de los incidentes, el cambio de abogado el día anterior o el mismo día de la audiencia, amén de los amparos de garantías constitucionales, los habeas corpus y los recursos de inconstitucionalidad.
En cuando al interés por el derecho y por el debido proceso, mi convicción es la siguiente: los abogados que ofician este culto no tienen interés alguno por el derecho, ni menos por el debido proceso. El verdadero interés de los abogados que litigan bajo el paraguas del debido proceso no es otro que el de asegurarse buenos honorarios.
Muchísimos son los casos que a diario se ven en los tribunales sobre el abuso del principio del debido proceso.
De hecho, el debido proceso, en Panamá y en todos los países del mundo, es el arma favorita que usan los abogados especialistas en clientes culpables. Más aún: tengamos la seguridad de que mientras más culpable sea el cliente o más horrible el crimen cometido por este, mayores serán los honorarios que recibirán estos “diligentes y honestos abogados”.
El autor es abogado