Nuestra política cultural ha experimentado cambios significativos en los últimos 10 años. Gestores culturales como Alexandra Schjelderup y Walo Araujo -entre muchos otros- cambiaron radicalmente un área de política pública que se entendía como herramienta de propaganda nacionalista y de programación de tarimas. En su lugar, estos gestores propusieron que la cultura también puede apoyar objetivos de desarrollo económico sostenible.
Es con ese espíritu que se crea el Ministerio de Cultura en agosto de 2019, a meses de la gran pausa económica mundial. La pandemia no detuvo al nuevo ministerio en sus esfuerzos de cementar estos cambios. Entre las muchas actividades que han implementado, la reglamentación de los incentivos fiscales para la inversión privada en la cultura y el proyecto conocido como la Ley del Artista pintan con mucha promesa. Ambos procesos, aún en desarrollo, han sido guiados por consultas con diferentes sindicatos y representantes del sector.
Este elemento participativo ha traído consigo demoras e interminables debates, pero demuestra que es posible creer que vivimos en democracia. Estos procesos parecen sugerir que el ministerio ve su rol como uno de facilitación y no de agente activo en el desarrollo del ecosistema cultural.
El ministerio cumple el rol invaluable de facilitar las mesas de consulta con el sector y consensuar resultados que satisfagan las prioridades políticas y limitaciones presupuestarias. Esta facilitación parece venir de un ente desasociado a las realidades del sector. El ministerio parece decir que su rol es poner a artistas y empresas a coleccionar paz y salvos con el objetivo de conseguir sellitos azules oficiales. Parece no reconocer que primero es necesario mantener en óptimo estado la infraestructura de espacios culturales en todo el país, no solo en una esquina de la ciudad de Panamá. El ministerio parece decirnos que su rol es contar cuántos artistas panameños están en una tarima.
Parece no reconocer que también es necesario desarrollar, a largo plazo y al más alto nivel, el capital humano que requiere el sector cultural para producir eventos de alta calidad y apoyar objetivos de desarrollo sostenible. En la Ley del Artista, que sin cambios al borrador existente solo respondería a los intereses de un limitado grupo, el ministerio parece decirnos que su rol es incrementar los costos variables de producción de eventos culturales y artísticos.
No reconoce la necesidad de incentivar a largo plazo el desarrollo de micro y pequeñas empresas culturales e implementar programas de inserción laboral. El Ministerio de Cultura está actuando basado en la creencia de un utópico libre mercado que solo ha traído una perniciosa concentración económica. Sin un entendimiento actualizado del rol del sector público y sin el apoyo de fundaciones, patronatos, empresas, gestores culturales y cooperativas, corremos el riesgo de perder las oportunidades económicas que nos promete una política cultural bien diseñada e implementada.
El autor es economista cultural y profesor en FSU