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De un mundo regido por la fuerza, la diplomacia

De un mundo regido por la fuerza, la diplomacia
Imagen conceptual. Fuente: OpenAI/DALL·E

En tiempos en que se creía en disuasión, se cuenta que Eduard Shevardnadze, ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética entre 1985 y 1991, telefoneó a George Shultz y, sin especificaciones del momento ni del anuncio, habló sobre dejar Afganistán. En esa época de “escasas opciones estratégicas”, con cada movimiento calculado, la llamada telefónica de Shevardnadze no fue solo un trámite burocrático, sino un intento de encontrar una salida que minimizara la pérdida de vidas humanas.

La diplomacia suele ser una batalla contra el relieve. A priori, su esencia radica en representar a un Estado, una labor que en el pasado se realizaba a través de las artes más humanas y hermosas: las “palabras”. Hoy, su condición ha cambiado. El ir y venir en primera clase se ha vuelto un símbolo contemporáneo del ejercicio diplomático, reflejando una ostentación que ya era criticada en obras como Advertencias para reyes, príncipes y embajadores (Cristóbal de Benavente, siglo XVII). La renuncia al leitmotiv de la diplomacia en favor de la pomposidad y pesantez ha llevado a una mirada superficial sobre su valor, convirtiéndola a menudo en un pretexto para el desprestigio, la sospecha de su sabiduría o, en el peor de los casos, su relegación.

La alternativa que ofrece esta ciencia de forma y fondo pudo contrarrestar el peso de la disuasión en un mundo temeroso hasta el punto de que, al terminar la llamada, Shultz no salió a proclamarlo a todo volumen, a pesar de ser una gran noticia. Por muy complejo que fuera el contexto, con adversarios claramente identificados y un ambiente impregnado de espionaje e intrigas, la diplomacia permitió interpretar la situación a escala mundial, más allá de lo parroquial o local.

Si la llamada fue un desdoblamiento o una máscara, logró representar con perspicacia el verbo característico de la diplomacia: conciliar; una palabra enriquecida con amplios sinónimos: balancear, acomodar, equilibrar, reajustar, reacomodar, concertar, arreglar. Así, al margen de fórmulas convencionales, Shevardnadze y Shultz entendieron que la disuasión militar, como único instrumento para impedir la guerra, era insuficiente. Confiarlo todo a esta estrategia, en menoscabo de la diplomacia, solo crea conflictos.

En su sentido tradicional, la diplomacia era sumamente indispensable. Pero los tiempos cambian. El Muro de Berlín cayó y, con él, se impuso la primacía de la fuerza, el realismo y el interés nacional, paradójicamente descuidando la geopolítica. Al no cuestionar el planteamiento de El fin de la historia y el último hombre (Francis Fukuyama, nacido en 1952) sobre el fin del conflicto ideológico como motor de la historia, nos quedamos sin cartas de navegación bajo un mandato implícito de que “no hace falta que tengas ideas”.

Más complejo aún. La realidad de la desglobalización, el proteccionismo, los hiperliderazgos y los nacionalismos —e incluso los democidios— han hecho tambalear el multilateralismo. Como parafrasea Josep Borrell: “En tiempos en que nadie quiere guerra, pero entre todos se organizan para que suceda”, lo que intensifica aún más la necesidad de fortalecer el cauce de la diplomacia. Se sabe, por ejemplo, que los diálogos entre las diplomacias europea, estadounidense y rusa son prácticamente inexistentes o no están estructurados. A la sombra de este desorden global y, sobre todo, ante la ferocidad de los “actos piromaníacos” dirigidos a diluir la frontera entre racionalidad e irracionalidad y fomentar la radicalización, se vuelve imperativo contar con una capacidad ecléctica para calibrar pulsos e imaginar nuevos cursos de acción que equilibren el interés de la nación con el de otros, con el del mundo, con el de la humanidad.

Decíamos que es necesario recuperar el cauce de la diplomacia. El teléfono simbolizó un canal entre Shevardnadze y Shultz para cumplir con el fin último de la diplomacia: crear confianza. Debemos entender que esta relación entre voluntad de concertación y conflictos no es arbitraria, sino que está arraigada en el temor ante la imprevisibilidad de un desorden que agrava la mutua desconfianza.

En ocasiones, es cierto, la diplomacia no se despliega exitosamente. La guerra es un triunfo de la fuerza. La diplomacia intenta aproximar, aunque no siempre lo logre. A veces se convierte en un bastión de posiciones. En muchas ocasiones, anécdotas de valijas e inmunidades han trascendido fronteras público-privadas. Y luego están algunos incidentes de protagonismos, recursos y margen de acción. Sin embargo, nada de esto la deslegitima.

Si pensamos en los desafíos que debe maniobrar —el azar, los factores interculturales, la estrategia del cálculo, la toma de decisiones, la desinformación, etc.— vemos que la diplomacia, como una báscula, debe interpretar correctamente el contexto, prevalecer ante embrollos de poderes, descifrar silencios y juegos de contrarios, recurrir a la lista de ciencias auxiliares y formular juicios lo más certeros posibles. Esos juicios que distinguen y diferencian, incluyen y descartan, y que son “rigurosamente objetivos” pero con avisos de subjetividad. Hay razones de sobra para concluir que la diplomacia tiene razón de ser.

Y no se reduce solo a tecnicismos. Se complementa con el calor humano, el don de gentes y la receptividad, acompañados de flexibilidad intelectual y un canon literario. La dosis requerida de disciplina se traduce en un carácter firme y especialmente diligente, prudente y discreto, que va tejiendo su espíritu, el de inspirar confianza… con pizcas de reserva.

Por ello, releo a Simone Weil (1909-1943). En La Ilíada o el poema de la fuerza, el encuentro entre Aquiles y Príamo relata, con desaliento y belleza, un juego de fuerzas y cegueras que, con nihilismo catastrófico, terminan con los hombres, evidenciando que somos solo interés y fuerza. Pero, siendo la naturaleza humana tan frágil y compleja, la fuerza, en tanto que un espejismo e ilusión, no lo es todo. También somos la voluntad de conciliar y crear posibilidades (poder). Cuando Henry Kissinger escribe: “Los líderes actuales conocen la historia de las guerras, pero no las vivieron”, no pretendía ver líderes combatiendo en Irak ni llamaba a la reclusión obligatoria; recalcaba la preocupación compartida en The Tragic Mind (Robert Kaplan, nacido en 1952) sobre la necesidad de minimizar los límites de la fuerza. Puesto que ningún sistema humano, político ni tecnológico funciona sin un margen de error, hay que ser conscientes del “mundo de las limitaciones”, tanto humanas como físicas.

Ante el intento recurrente de solucionar los problemas con la fuerza, que lleva siempre a la derrota, aun en tiempos críticos como los de Shevardnadze y Shultz, el canal diplomático está presente y, entre realismo y humanismo, persiste en su espíritu de conciliar escenarios.

La autora es doctora en Relaciones Internacionales.


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