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Democracia y desilusión

Vuelvo a citar a Daniel Innerarity y su libro La política en tiempos de indignación. El paisaje político de la democracia es de desilusión, teñido de tonos sentimentales negativos, desconfianza, indignación, miedo, inseguridad y demasiada desesperanza, no solo en nuestro Panamá, sino en el mundo entero.

Todos sentimos que nuestra opinión no es suficientemente tomada en cuenta; siempre nos gobiernan otros (y aunque gobiernen los “nuestros”, se voltean y se transforman en “otros”). Esto nos va haciendo más cínicos y repetimos una gran mentira: “¡Estos son la misma vaina!” Hemos evolucionado hacia un poder dialogante y ausente, lo que nos hace sentir una situación de debilidad y desconcierto.

Hay razones para críticas fundamentadas y razonables sin duda, pero hay también críticas frívolas, superficiales y hasta peregrinas, producto de que llegamos a no creer en nada ni en nadie, en vez de dedicarnos a la indagación seria con posibilidades de aprendizaje colectivo, fortaleciendo y haciendo lo posible por ir perfeccionando la democracia que tanto sacrificio nos costó recuperar.

Como hemos escrito antes, la democracia no es nítida. Como depende de todas nuestras opiniones, ahora disparadas en f orma inmediata por las redes , la democracia es tan caótica como nosotros mismos.

Además, la democracia no es algo que propiamente hablando puede quererse. La inevitabilidad de la desafección política es lo que hace imposible querer la democracia.

La democracia es un sistema naturalmente decepcionante porque apunta a ideales inalcanzables y su propia naturaleza hace que el ideal democrático sea siempre algo inacabado y perfeccionable. Son los otros sistemas políticos los que presentan falsamente la perfección producto de un “hombre nuevo”.

La historia de la democracia es la historia de sus crisis, que no son ocasionales sino permanentes, y por eso la democracia es siempre decepcionante. Pero en este complejo mundo en que vivimos esa responsabilidad nuestra –de los ciudadanos– de comprender que gobernar en una democracia, autogobernarse democráticamente, es algo precario, es muchas veces decepcionante, pero no hay alternativa alguna que no termine llevando a mayores decepciones futuras.

Solo miremos a Venezuela y Nicaragua hoy, para muestra de botones.

Lo que nos toca es entender que nuestra decepción no es la antesala de un desastre, sino que debe ser un indicador de nuestra madurez política y un llamado a ejercer nuestra ciudadanía en forma seria, constructiva, alejados de la irresponsable queja parasitaria e improductiva sin consecuencia práctica.

Busquemos siempre el equilibrio. Nadie puede enamorarse o querer un equilibrio, pero es allí donde encontraremos el progreso humano y la justicia.

Reconozcamos que gobernar en democracia es una actividad que se desarrolla en entornos de baja confianza y alta crítica, en los que el éxito normalmente es escasamente reconocido, mientras que el fracaso es amplificado por un gran número de actores que tienen algo que ganar al adoptar una actitud cínica. Las tensiones internas del sistema democrático tienden a crear un mundo de quejas y acusaciones en el que se transmite la impresión de que el Gobierno falla siempre y los políticos no son gente de fiar. Los medios y periodistas independientes que se precian de serlo, tienen la obligación y responsabilidad –no de montarse en la ola y trivializar–, sino de investigar y dar la información más objetiva posible para mantener a la ciudadanía bien informada para que esta, a su vez, pueda tomar decisiones apropiadas. Por eso son y deben seguir siendo la infraestructura democrática.

La democracia decepciona, pero todos, especialmente los que estuvimos dispuestos a dar la vida misma por ella, estamos obligados a comprenderla, como ciudadanos serios y críticos a tiempo completo.

Hoy por fortuna hay nuevas opciones al “más de lo mismo”. Hay una nueva generación de políticos frescos, con claras intenciones de cambios reales para que nuestra democracia sea honesta y más justa para la mayoría de los ciudadanos.

Ahora nos toca a nosotros,los ciudadanos, hacer bien nuestro trabajo, el trabajo primario de la democracia, y con nuestro voto secreto –a pesar de todo– voltear la torta e inyectarle un cambio positivo honesto, esperanzador a nuestra democracia y al país que tanto queremos.

El autor es presidente fundador del diario La Prensa


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