La mayoría del pueblo venezolano, que derrotó ampliamente al régimen del señor Maduro en las elecciones parlamentarias, primero fue víctima de las triquiñuelas con las que trataron de escamotearle la mayoría absoluta en el Congreso Nacional, ganada rotundamente en las urnas.
Después, ese mismo pueblo que con actitud cívica ensayó el camino previsto en la Constitución, recolectando las firmas necesarias para respaldar su demanda de elecciones presidenciales adelantadas, también fue objeto de las descaradas maniobras con las que se burló su intento de ejercer su derecho soberano de elegir a sus gobernantes. Su paciencia fue nuevamente puesta a prueba cuando se le pidió que prestara su concurso a un proceso de diálogo, patrocinado por una comisión internacional, presidida por el expresidente del Gobierno español y a otros esfuerzos de mediación con el respaldo de la Santa Sede. Y nuevamente se le burló, por la actitud desvergonzada y contumaz del gobierno madurista, que lo único que pretendía, y lo consiguió temporalmente, era mantenerse en el poder.
De nada sirvieron tampoco los tibios intentos que hicieron algunos países y otros sectores de la comunidad internacional, con más buena fe que decisión y en algunos momentos prestándose ingenuamente a las maniobras de un régimen marrullero. Estos solo han servido para que el señor Maduro y sus secuaces prolonguen el sufrimiento del hermano pueblo venezolano.
Cansado de esperar soluciones de una buena voluntad, que no existe, el pueblo venezolano ha decidido confrontar al régimen dictatorial en las calles. El sacrificio que pagará para liberar a su país será enorme, pues deberá llegar a límites de heroicidad que costarán muchas vidas. Y debe motivar a la comunidad internacional a reaccionar, con contundencia.
Pero, en tanto, ¿qué hace la comunidad internacional, y muy especialmente la del ámbito continental americano? Ya vimos lo que sucedió en las distintas reuniones que se convocaron para tratar la crisis de Venezuela y que, desgraciadamente, terminaron en discursos y en ninguna decisión realmente efectiva, pues todas se enmarcaron bajo la denominada Carta Democrática Interamericana, que no es un tratado vinculante y cuyos procedimientos dilatorios y poco eficaces, hubieran seguido dando oxígeno al régimen de Nicolás Maduro y prolongando la agonía de un pueblo que lo único que reclama es que lo dejen vivir en paz y que le permitan desarrollar sus enormes potenciales, ahora secuestrados por un régimen que lo asfixia.
El pasado miércoles 27 de abril, se tomó la decisión de invocar la Carta de la OEA y convocar a una “reunión de consulta de ministros de Relaciones Exteriores”, bajo ese marco jurídico. El tema del encuentro se ha enunciado de forma bastante vaga, lo que no es un buen presagio; como tampoco lo es que solamente 19 países hayan votado en favor de la convocatoria. Pero, además, no se ha precisado una fecha, lo que equivale a que ahora deberá comenzar un intenso proceso de cabildeo para tratar de acomodar una decisión que contribuya a la solución de la crisis.
Para ser absolutamente realistas, es mejor no alentar muchas esperanzas. La Organización de Estados Americanos (OEA), desde hace muchísimos años ha declinado en un foro incapaz de culminar sus debates con decisiones de alguna trascendencia. La razón es que mientras allí impere “la regla del consenso”, también es aplicable el aforismo de que “lo que satisface a todos, difícilmente es útil”. Los consensos se inclinan a los denominadores comunes y estos siempre oscilan hacia lo más ineficaz.
En los próximos días, con seguridad, trascenderán los resultados de los esfuerzos para tratar de avanzar con una resolución que tenga “algo de garras”; pero por haber vivido en ese mundo, no me inclino a esperar más de lo que la OEA puede dar. Ella es, en suma, así lo sentenció su primer secretario general, Alberto Lleras Camargo, en 1948, lo que sus Estados miembros quieren que sea. Nada más y nada menos.
En la situación dramática que vive la patria de Bolívar, tal vez, el mejor camino es que las naciones que realmente creen en la democracia y el derecho de los pueblos a vivir bajo sus reglas, decidan, una por una, comenzando desde hoy, condenar y repudiar al régimen madurista, por ser una auténtica lacra para nuestro hemisferio, y de manera que no deje lugar para las dudas; reconocer su derecho a derrocar a los tiranos.
Al pueblo venezolano eso sí le servirá, para continuar y culminar su heroica lucha para rescatar a su país.