La llegada de Colón al Nuevo Mundo—este día, 530 años atrás—es uno de esos acontecimientos que cambian radicalmente el curso de la historia y abren un capítulo inesperado y monumental en el devenir de la humanidad. Baste decir que 1492 marca el inicio de la Edad Moderna—aquella en la que vivimos—determina el inicio de la globalización y desplaza hacia el oeste el eje del poder mundial: específicamente, hacia el Atlántico norte, hasta entonces una región secundaria y periférica del globo terráqueo.
Como suele pasar en torno a eventos de gran magnitud, el arribo de los europeos a América dio paso a la creación de mitologías. Una leyenda dorada se tejió alrededor de la versión según la cual los europeos vinieron al Nuevo Mundo a civilizarlo.
Este argumento, sustentador del imperialismo, se mantuvo vigente hasta bien entrado el siglo XX y sirvió para justificar incursiones europeas en otras partes del mundo, aún mucho tiempo después de que los territorios americanos se escindieran de sus respectivas metrópolis.
En contraposición, por supuesto, está una leyenda negra, según la cual “los procedimientos empleados por los españoles” y, generalmente, “la política de España durante la conquista y la colonización” estuvieron plagadas “de fanatismo religioso, crueldad para con los aborígenes, intransigencia y de casi todos los vicios, errores y crímenes imaginables” (Diccionario de Historia de Venezuela: https://bibliofep.fundacionempresaspolar.org/dhv/entradas/l/leyendas-negra-y-dorada/).
Para los americanos de la generación independentista, el desarrollo de su identidad frente a estas versiones constituía un reto importante. ¿Eran españoles americanos o americanos y europeos, simultáneamente? ¿Una nueva “raza”? ¿Cuál era su brújula identitaria?
La literatura de la época, incluyendo el discurso político hasta bien avanzado el siglo XIX, trató estos temas con particular creatividad. Incluso hasta el siglo XX, la identidad americana siguió siendo materia de discusión política e intelectual.
Un texto atribuido al Libertador Simón Bolívar—”Mi delirio sobre el Chimborazo”—plantea (entre otros asuntos) el tema identitario y la relación entre la europeidad y la americanidad en el imaginario de nuestros próceres decimonónicos. Esta semana conmemoramos su bicentenario: aun cuando no se dio a conocer hasta tres años después de la muerte de Bolívar, está fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822.
En general, se ha descrito el poema en prosa como uno de gran belleza y profundidad, aunque tampoco han faltado críticos, como el historiador alemán Gerhard Masur. El texto recorre, de manera alegórica, la experiencia mística que tuvo el Libertador al contemplar el volcán Chimborazo, 150 kilómetros al sur de Quito.
Con sus 6 mil 268 metros sobre el nivel del mar, explica el Instituto Geofísico del Ecuador, “es el volcán más alto de los Andes del Norte.” La explicación más sencilla acerca del origen de su nombre indica que proviene de “chimpu-raza”, lo que en idioma indígena significa “montaña nevada”.
Considerado por largo tiempo la cumbre más alta del mundo, en el siglo XVIII fue objeto de interés y estudio para la expedición geodésica de la Academia Francesa de Ciencias, encabezada por Charles Marie de La Condamine, uno de los personajes de “Mi delirio”.
En 1802, veinte años antes que Bolívar, lo visitó el gran naturalista prusiano Alexander von Humboldt, uno de los intelectuales más influyentes de la Edad Moderna y otro de los personajes del poema. Humboldt tuvo en el Chimborazo, según él mismo lo ratifica, su epifanía científica: logró “conectar todos los tipos y especies vegetales por el punto de su ubicación en la Tierra” (El Comercio, 9 de septiembre de 2017).
Bolívar lo avistó por primera vez entre finales de junio y principios de julio de 1822. Lo contempló maravillado, dice Lynch, uno de sus más destacados biógrafos: “el monte, helado por fuera y ardiente por dentro, le robó el alma como lo habían hecho las mujeres del Ecuador.”
Cuando, meses más tarde—el 13 de octubre de 1822—pone en blanco y negro su “delirio”, se aproxima a la obra mediante el uso de símbolos engarzados en la cultura occidental. Emplea referencias mitológicas—Iris, mensajera de los dioses en la mitología griega, en cuyo manto multicolor viene envuelto el narrador; Belona, la diosa romana de la guerra, quien es derrotada—como España—por el héroe del poema.
Además, invoca a figuras cimeras de la ciencia y la intelectualidad de occidente: La Condamine y Humboldt, ya mencionados.
Si las referencias culturales sitúan al narrador, firmemente, en el mundo occidental, las alusiones a la geografía y a la naturaleza son, claramente, americanas. El poema reserva un lugar destacado al ambiente americano, incomparablemente bello e inspirador, representado por “el caudaloso Orinoco”, “las fuentes amazónicas”, la magnificencia de la cordillera andina, el propio Chimborazo, príncipe de las cimas ecuatoriales.
De forma muy sugestiva, los elementos culturales y naturales se fusionan, entrelazan y concatenan en el poema, simbolizando con ello lo que para la generación de la independencia era la esencia americana, producto del encuentro de dos mundos—la “culta Europa” y el “mundo de Colón”, como designaría Andrés Bello a ambas partes del mestizaje indiano en su hermosa alocución “A la poesía”, escrita tan solo un año después de “Mi delirio sobre el Chimborazo” (1823).
Bolívar y sus congéneres, hacedores de la independencia, constructores de la república, comparten esta visión de América como una extensión de Europa en un Nuevo Mundo de naturaleza virgen, ubérrima, sobrecogedora. En esta cosmovisión, cada parte realiza un aporte específico: Europa aporta su cultura y raciocinio; América entrega su exuberancia y fecundidad.
Esta visión de un Nuevo Mundo “descubierto” el 12 de octubre de 1492 tuvo una influencia decisiva en el desarrollo político, cultural y educativo de América. Aunque hoy algunos la critican, al menos entonces había parámetros que permitían entender nuestra experiencia colectiva. ¿Cuáles tenemos hoy para orientar a nuestra sociedad?
El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.
