Un funcionario del “buen gobierno”, cuyo padre hizo travesuras en el Seguro Social, añora “la dictadura del cariño” (Tal cual, 30 de julio). Echa de menos el régimen que entre 1968 y 1989 exilió a decenas de panameños, prohibió los partidos políticos, llenó de adversarios las cárceles y cerró o expropió medios de comunicación.
Sometió a estricta censura toda transmisión pública de información, como nos lo recuerda Brittmarie Janson Pérez en Panamá protesta (1993). El único medio libre operaba en la clandestinidad. Dirigido por valientes mujeres que arriesgaron sus vidas en ese esfuerzo, el semanario El Grito fue la única voz de denuncia y orientación cívica en esa época tenebrosa.
Esa tiranía enfrentaba con mucho cariño las protestas ciudadanas. El 3 de noviembre de 1968, por ejemplo, la Guardia Nacional desbarató una manifestación de universitarios frente al complejo hospitalario Arnulfo Arias Madrid e ingresó a dicho centro médico, lanzando bombas lacrimógenas y apresando a manifestantes.
Como las protestas continuaron, el 14 de diciembre la Guardia Nacional ocupó y cerró el campus. Seis meses después abrió la casa de estudios con un rector entregado a los cuarteles.
Entre 1968 y 1972, se gobernó mediante decretos firmados por presidentes títeres y ministros genuflexos. Una banca internacional dispendiosa promovió que la “dictadura del cariño” nos endeudara, con abundantes empréstitos y enriquecimiento de quienes los negociaban, alegres receptores de comisiones del 5% y más sobre las sumas contratadas.
Mientras los “hijos predilectos de la revolución” asistían a esa danza de millones, los presos políticos languidecían en las ergástulas del régimen. Allí murieron los militantes izquierdistas Floyd Britton y José del Carmen Tuñón, y Leopoldo Aragón —tras pasar casi un año sin juicio en el cómodo penal de Coiba— fue desterrado a Suecia.
En 1971, el secuestro y asesinato del sacerdote Héctor Gallego generó indignación popular. Numerosos ciudadanos se congregaron frente a la iglesia del Carmen para protestar por su desaparición, en tanto que los medios controlados por los militares trataban de encubrir el crimen.
Mientras más derechos humanos violaba, más créditos recibía de la banca capitalista la autocracia cariñosa. Con el apoyo cómplice del comunismo internacional, la dictadura inició una campaña supuestamente nacionalista que, en última instancia, ajustó el statu quo canalero a favor de Washington. El Tratado Torrijos-Carter de Neutralidad dio a Estados Unidos paso expedito para sus buques de guerra y la facultad de actuar unilateralmente para mantener segura y abierta la vía acuática, una vez el Canal pasara a Panamá.
En tanto se negociaba en secreto con Estados Unidos, el ánimo ciudadano se vigorizaba. En 1974, los juristas Carlos Bolívar Pedreschi, Mario Galindo, Miguel J. Moreno, Carlos Iván Zúñiga y Julio E. Linares difundieron su ensayo Las negociaciones sobre el Canal de Panamá y la Declaración de los Ocho Puntos, en que cuestionaban la falta de libertades y las componendas contrarias al interés nacional.
Cuando en 1976, dirigentes empresariales y de la sociedad civil protestaron contra las arbitrariedades de la tiranía, la “dictadura del cariño” respondió expatriando a varios de ellos y golpeando a otros. En vísperas de la llegada del presidente Carter para celebrar con Torrijos los nuevos acuerdos, tan beneficiosos a Washington (1978), el estudiantado protagonizó nuevas protestas. La “dictadura del cariño” reaccionó con violencia, cerrando la universidad y asesinando al estudiante Jorge Camacho.
Una semana más tarde, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) presentó el informe de su propia visita a Panamá. La lectura del texto conduce a una sola conclusión: la “dictadura del cariño” era una banda criminal (http://www.cidh.org/ countryrep/Panama78sp/indice.htm).
En 1980, a petición de sus aliados estadounidenses, el tirano recibió en Panamá a otro tan malo o peor que él: Mohammed Reza Pahlevi, derrocado gobernante iraní. El régimen reprimió con sadismo la manifestación convocada para protestar por ese exabrupto, ensañándose contra Miguel Antonio Bernal, quien casi pierde la vida a manos de los jenízaros.
Con la muerte del déspota en 1981 no terminó la violación de los derechos humanos. Por el contrario, bajo sus sucesores —Flores, Paredes y Noriega— el país siguió en manos de una pandilla de facinerosos. Esa es la “dictadura del cariño” que evoca el sobrino del tirano. Cuidémonos para que semejante vorágine de odio y crueldad no reincida en nuestro istmo.
El autor es politólogo e historiador y dirige la maestría en Relaciones Internacionales en Florida State University, Panamá.
